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Columna
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'Melting pot'

La Aste Nagusia cumple ahora 25 años, y uno no sabe qué cara poner ante el acontecimiento, porque en Bilbao, ciudad de pocas piedras viejas y de menos aún costumbres memorables, cumplir veinticinco años tiene algo de milenario.

Todos los años, por estas fechas, se realizan comentarios acerca del histórico arranque del evento, aquel espontáneo movimiento de rebeldía ante unas fiestas que casi no existían, unas fiestas imperceptibles, unas fiestas, en el fondo, profundamente aburridas. Era como si, garantizado el pan de todos en el tardofranquismo, y asegurada la continuidad de las corridas generales, el panem et toros en que se actualizó la fórmula latina hubiera alcanzado en Bilbao su reflejo más perfecto. Uno, que ya no es joven (pero las actuales fiestas tienen ya 25 años), no recuerda nada de aquellas antiguas fiestas, aunque quizás todo se resuma en que resultaban tan tristes que, sencillamente, no había de ellas nada que recordar.

Cuesta decirlo, porque no tenemos costumbre, pero Bilbao se ha convertido en una ciudad bonita

Es cierto, sin embargo, que la nueva Aste Nagusia nació con ímpetu casi anarquista, un ímpetu que, combinado con la estética punk vigente en el momento y la atávica tendencia hacia lo cutre del pesaroso movimiento radical, hizo de ellas (como de las de casi todo Euskadi, por otra parte) el monumento más pavoroso al feísmo que imaginarse pueda. De aquellos años duros (de aquellos años feos) quedan imágenes dantescas, como la de cierta excavadora que unos incontrolados pusieron en funcionamiento, de madrugada, e incrustaron contra el café Boulevard, o la peregrina permisividad de aquel alcalde que accedía a negociar con ciertas comparsas el que ninguna fuerza pública, ni siquiera la municipal, entrara en el recinto festivo, en una asombrosa claudicación de sus atribuciones.

Ahora las fiestas han alcanzado un equilibrio entre la juerga y la mesura. Quizás ello tenga que ver con el cambio urbanístico que ha experimentado BIlbao. Cuesta decirlo, porque no tenemos costumbre, pero Bilbao se ha convertido en una ciudad bonita, una ciudad donde no tiene sentido una estética feísta e industrial de hierro y cemento desordenados. Hoy el Bilbao festivo cuenta con sus recintos estamentales, desde terrazas tranquilas hasta txosnas de juvenil agitación, pero la inédita belleza de que se ha provisto la ciudad le ha exigido ampliar su vocabulario estético. Muy posiblemente la afluencia de guiris, fenómeno desconocido antes de la apertura del Guggenheim, nos haya dado una nueva visión de nosotros mismos, o nos haya obligado a mirarnos de otro modo, sin la ostentación tradicional de otros tiempos, pero sí con la relativa humildad de una ciudad que, paradójicamente, por fin ha encontrado su lugar en todos los mapas.

Y junto a los guiris Bilbao ha experimentado una segunda afluencia demográfica mucho más común a las ciudades de Europa: la de la inmigración, huestes de latinoamericanos, orientales y africanos que vienen a mejorar su suerte. Y esto ya no tiene tanto que ver con cómo nos miramos, sino sencillamente con cómo somos, o con cómo vamos a ser en los próximos decenios. Quizás el bilbainismo fanfarrón de décadas pasadas, que hacía de Bilbao una inverosímil Capital del Mundo, deba ahora extraer del imaginario americano una nueva denominación para seguir asentando en ella su orgullo: la de melting pot. Sí, Bilbao como una gran mixtura urbana donde se cruzan vitorianos y mozambiqueños, alemanes y alsasuarras. En fin, una muestra escogida de Euskadi y de todo el mundo.

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Al fin y al cabo, ese es el destino de todas las ciudades, de todas las ciudades que aspiran a ser grandes ciudades, y mucho de eso debe verse ahora, en las fiestas de Bilbao, para mayor gloria de la metrópoli de Euskadi.

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