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Columna
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Nutrición

¡Qué bien se te cría el niño! Esa expresión hace tan sólo treinta años respondía generalmente a la visión de un crío rollizo. En los chavales, gordura era poco menos que sinónimo de salud, y las madres con niños delgaditos daban incluso un poco de lástima. Aquella equivocada apreciación no se debía sólo a la ignorancia imperante en materia de nutrición, era también consecuencia de las obsesiones producidas por los terribles periodos de hambruna. Entendían que, si el niño estaba gordito, tenía reservas para afrontar cualquier vicisitud además de proyectar una imagen pública de opulencia. Ser pobre estaba muy mal visto, y, si salías a la calle con un tirillas de la mano, podían pensar que en casa no había para comer.

Por suerte, todo eso pertenece ya al pasado y ahora sólo la gente mayor que las pasó canutas en los años de posguerra mantiene vigente el "más vale que sobre que no que falte". Ello no quiere decir que la bonanza que disfrutamos haya conjurado todos los problemas en materia nutricional. Más bien lo contrario, el consumismo desaforado y las modas han terminado generando desarreglos de mayor calibre. Nos encontramos así con una auténtica legión de gorditos junto a cuerpos famélicos que tratan de emular a las diosas de las pasarelas. Los efectos de la anorexia son realmente devastadores. Un diputado de la Asamblea de Madrid me contaba desolado cómo en pocas semanas su pelo encaneció por completo viendo a su hija adelgazar. Según explicaba, la pérdida de peso fue tan radical que la cría buscaba calor encajando su cuerpo tras los radiadores de la calefacción. Casos extremos como éste no son, afortunadamente, tan frecuentes como las situaciones contrarias.

Según los últimos informes, uno de cada cuatro chavales madrileños sufre sobrepeso y casi un 9% está médicamente gordo. Cifras realmente espectaculares que revelan hasta qué punto los padres están equivocándose con la alimentación de sus hijos. Y es que la causa de esta gordura endémica hay que buscarla en lo que los niños comen, no en cuánto comen. Algunos, desde luego, se atiborran hasta límites insospechados, pero la inmensa mayoría de los chavales calificados de rollizos lo son a causa de una dieta indeseable. Dicen los expertos que un niño debe ingerir diariamente unas dos mil calorías y que la mitad de ellas ha de ser aportada por los hidratos de carbono, un tercio por las grasas y el resto por las proteínas. Pues bien, según parece, los escolares madrileños consiguen la mitad de sus calorías de las grasas, y sólo una tercera parte de los hidratos de carbono, o sea, justo al revés. Por si fuera poco, los hidratos de carbono que consumen tampoco proceden de los alimentos más adecuados, y, en lugar de comer pan, arroz o legumbres, toman predominantemente dulces, refrescos y chucherías.

Con las grasas ocurre otro tanto de lo mismo. No es igual obtenerlas de las comidas industriales, los precocinados y embutidos ricos en colesterol, que del aceite de oliva. Por no acertar, no aciertan ni con las proteínas. Ingieren más de las que deben y casi siempre de origen lácteo, en lugar de las de origen cárnico, lo que, según los especialistas, tampoco es bueno. Éste es el panorama que tenemos y que, lejos de mejorar, cada día va a peor. En parte por ignorancia y en parte por dejadez o comodidad, la tendencia a comer basura parece imparable. Ya no sólo por la aplastante victoria de la deleznable hamburguesa en los hábitos de consumo de la chavalería, sino por toda la parafernalia de guarrerías que la industria de la alimentación pone a su alcance. Productos extremadamente atractivos en su aspecto externo dirigidos a un público menor fácilmente manipulable.

Si el resultado de todo esto fuera tan sólo un empobrecimiento de cultura gastronómica de un pueblo, sería de por sí lamentable. Pero lo realmente grave es que además incide de forma determinante sobre la salud de nuestros hijos comprometiendo su futuro. Los padres deberían preocuparse algo más de lo que comen sus hijos y mejorar en lo posible sus hábitos alimenticios. Una labor que han de promover las autoridades sanitarias como parte fundamental de la necesaria política de prevención. Lo importante no es que los niños sean gordos o delgados, lo importante es que estén sanos.

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