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El Estado nacionalista

Antonio Elorza

De precisar una divisa, al lehendakari José María Ibarretxe le correspondería sin duda una tomada del refranero navarro cuya traducción castellana es más o menos: "Quien no mira adelante, cae hacia atrás". La impresión dada por su primera etapa de gobierno se está confirmando plenamente en el curso de la gestación de su proyecto político. No le importa que los empresarios vascos, muchos de ellos nacionalistas, le hayan expresado su desazón ante el anunciado salto en el vacío político, ni que la mitad de los vascos se defina como no nacionalista, ni que los deseos de independencia sigan siendo muy minoritarios, ni, en fin, que sobre su plan una mayoría exprese un sentimiento de confusión. Por supuesto, le importa menos que las recientes experiencias secesionistas en Europa hayan terminado en tragedia, ni que su proyecto vaya a contracorriente del proceso de integración europea y por supuesto sea incompatible con la Constitución y el vigente Estatuto (al que con plena lógica aspira a derogar y no a reformar). Puede decirse que Ibarretxe ha cumplido con las expectativas de su tutor Arzalluz: es un hombre de muy corto recorrido intelectual, con pocas ideas en la cabeza pero convicciones inquebrantables, dotado además de una enorme tenacidad y con un gesto de aldeano ingenuo que llega muy bien a la opinión pública vasca. El perfecto flautista de Hamelín.

Las tres ideas que pueblan su mente política son las reflejadas en el discurso del 27 de septiembre y ahora en el borrador del "pacto" de cosoberanía. La fundamental es la existencia de un "pueblo vasco" desde tiempo inmemorial -con 8.000 años de edad, explicó a la prensa el invierno pasado en París-, que bate récords de antigüedad en Europa y que ha conservado sus características fundamentales a ambos lados del Pirineo en los siete "territorios históricos" de la imaginaria Euskal Herria, con el euskera como seña de identidad milenaria. Esa permanencia del sujeto es la fuente de la "soberanía originaria" de que disfrutaron los vascos del Antiguo Régimen, que a su vez legitima como expresión de los "derechos históricos" la soberanía ahora reivindicada, por encima de toda Constitución y frontera. Estamos ante la misma cadena de mitos que pusiera sobre el papel hace un siglo Sabino Arana, y las consecuencias de fractura irreversible en el interior de la sociedad vasca y de rechazo radical de la integración en España son las mismas. Una vez más, a nuestro tozudo personaje de nada le serviría saber que los pueblos se forjan y se desagregan en la historia, que nunca hubo una Euskal Herria política y que desde hace más de cien años el euskera es lengua minoritaria; que, puestos a hablar de derechos históricos, la vinculación de las tres provincias a Castilla tiene ocho siglos de antigüedad y que la independencia y la soberanía originarias no son sino mitos operativos acuñados para blindar el régimen foral, carentes de toda realidad histórica. En el fondo, lo que hace más peligrosa semejante inmersión en el mito es que la concepción de "pueblo" manejada por Sabino, por Arzalluz y por Ibarretxe resulta contradictoria con la democrática de "ciudadano". Por eso a Ibarretxe no le interesa medir la entidad de las oposiciones a su proyecto, ni asentar éste en las bien claras preferencias de la sociedad vasca. Él mismo y el colectivo abertzale encarnan ese pueblo vasco de siempre. León Poliakov escribió que el alemán fue el único nacionalismo biológico en la Europa de 1900: olvidó al nacionalismo vasco. En suma, los derechos del pueblo así entendido se encuentran por encima del resultado de la historia, de la democracia y del propio sentido común. Resulta en consecuencia válido alcanzar sus objetivos mediante el engaño y la manipulación: ahora la autodeterminación es un compromiso electoral; en la campaña de las autonómicas de 2001, ni la mencionó. Y lo mismo sucede con los objetivos principales, enmascarados uno tras otro: ejemplo, la "convivencia" como saludable fin; debe leerse "nuevo marco de convivencia".

De ahí que hasta el recurso a la autodeterminación esgrimido como factor de legitimación democrática resulte engañoso. En el preámbulo del borrador filtrado se afirma que tal derecho está "reconocido internacionalmente". No lo será de seguro por ninguna de las Constituciones vigentes en Europa ni por el proyecto de Constitución Europea que consagra la integridad territorial de los Estados miembros, léase España entre ellos. Y sobre todo lo que plantea Ibarretxe no es un referéndum de autodeterminación, donde al elector vasco se le presente una pregunta inequívoca sobre su futuro político, sino la ratificación plebiscitaria de un proceso constituyente cuyo contenido el Gobierno vasco asume por sí y ante sí, frente a toda la legalidad hoy en vigor. Todo está ya elaborado, o lo estará en septiembre, lo cual remite de nuevo al carácter antidemocrático del sujeto y de quien es su intérprete autode-signado.

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Ibarretxe habla de varios borradores, pero la lógica de su propuesta ya está ahí. A las autoridades e instituciones constitucionales les toca sólo asentir o aguantarse. En símbolos y competencias, nos encontramos ante un Estado vasco que, para ganar el voto de ingenuos y no perder el tren de Europa, dice proponer una diarquía con España al modo de Irlanda 1922, con una voluntad de pacto estilo Quebec que, como allí, es simple coartada para la ruptura. Una vez más, el espíritu del viejo carlismo sugiere la conveniencia suicida de irse al monte.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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