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Reportaje:MI RINCÓN FAVORITO

Viendo pasar el tiempo en la plaza Reial

El pintor y dibujante Nazario, uno de los ilustres vecinos de la plaza Reial, suele llamarla "la sala de estar de Barcelona". Y es cierto que mucha gente acude allí tan sólo para contemplar cómo pasa el tiempo. Un rato al sol en uno de sus bancos, una cerveza en el Glaciar, un shawarma en el bar de la esquina o una comida en el Quinze Nits son en este sentido una garantía de asistir al gran espectáculo de Barcelona desde la primera fila de platea. La Rambla es tan sólo un lugar de paso que invita al paseo, a no detenerse, mientras que la plaza Reial es el lugar ideal para el reposo. La Rambla es un continuo de plátanos, pájaros, flores, turistas, estatuas humanas, revistas, diarios y gente. La plaza Reial, en cambio, es un paréntesis de palmeras y calma. Situada a un paso de La Rambla, esta plaza cerrada es como una gran caja de zapatos ubicada en el corazón de Barcelona. Hay quien la ha comparado con un patio de la cárcel Modelo, ya que todas las ventanas convergen en ella como los ojos del Gran Hermano de Orwell, pero creo que su principal acierto es el de ser una plaza uniforme, sin iglesias y sin edificios oficiales que inclinen la balanza del lado siempre sospechoso de la monumentalidad. Nada que ver en este sentido con la plaza de Sant Jaume, anulada por las instituciones enfrentadas, ni con la plaza de Catalunya, un paisaje desestructurado dominado por los siniestros edificios de bancos y grandes almacenes.

La plaza Reial nació en 1848 en el solar que había ocupado el convento de los capuchinos. Las postales antiguas la muestran como una plaza ajardinada de aire parisiense, con tiendas de prestigio y coches circulando. Sin embargo, la última reforma de plaza, realizada por Milà y Correa en 1983, anuló jardines y coches, y apostó por una imagen ensimismada de la plaza, con los arcos y las palmeras de perfil torturado como principales atributos. Las farolas hechas por un joven Gaudí pasan casi desapercibidas y la fuente de las Tres Gracias parece ejercer tan sólo de decorado para que los turistas se hagan fotos ataviados con una camiseta del Barça y con un ridículo sombrero mexicano. Me gusta la plaza Reial porque es muchas plazas a lo largo de un mismo día. Empieza la mañana con el ritual de las mangueras y los basureros, que se esfuerzan por borrar el oscuro rastro de le noche, y sigue con la aparición de los ruidosos camiones de cerveza y de la gente que camina deprisa hacia el trabajo. La colocación de las sillas de las terrazas parece ser el pistoletazo de salida para el inicio del gran espectáculo. A partir de ese momento, la plaza será un continuo desfilar de paseantes, turistas, parados, funcionarios, estudiantes, mochileros, numismáticos, filatélicos, bongueros, flamencos, borrachos, camellos, drogadictos, prostitutas, personas sin techo, sin papeles, sin nada... Todos parecen acudir a la plaza en busca de una oportunidad para romper con la monotonía. Parecen estar allí a la espera de que por fin suceda algo. De hecho, todo obedece a un esquema mil veces repetido: los mochileros del hostal Kabul, las colas del Quinze Nits, el son implacable de los bongueros, los cánticos de los borrachos y juerguistas, los tirones y las carreras apresuradas, las redadas de la policía, los acordes del Jamboree, las copas en el Sidecar... Todo es nuevo y todo está mil veces visto en la plaza Reial.

Puestos a buscar referentes estables, la antigua tienda del taxidermista, ahora convertida en restaurante, tuvo la capacidad de despertar la imaginación de miles de niños que iban a contemplar sus maravillosos ejemplares disecados. No mucho más allá, en la calle del Vidre, el Herbolari del Rei conserva aún todos los olores que nos permiten recuperar una época ya pasada. Otro lugar entrañable es el Pipa Club, situado en un principal de la plaza. Allí se reúnen, en unos salones entre señoriales y decadentes, esa rara especie de los que fuman en pipa y los fanáticos de Agata Christie. Antes se organizaban allí interesantes veladas de jazz, pero las rígidas normas municipales hicieron que la música se fuera a otra parte. Al Jamboree, por ejemplo, donde el jazz sigue reinando en un ambiente propicio, en una oscuridad que parece idéntica a la de los viejos locales de Nueva Orleans.

Uno tiene la sensación de que la plaza Reial nunca duerme, que siempre pasa algo entre los arcos o bajo las palmeras. Y es que, al fin y al cabo, el protagonismo de la plaza está en esa gente que nunca la abandona, en esos ciudadanos que acuden a ella, a la hora que sea, convencidos de que es el lugar ideal para ver pasar el tiempo. O, lo que es lo mismo, para que la monotonía estalle en mil pedazos.

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