Para otra posible "salutación del optimista"
¿En qué términos sería posible hoy reformular el célebre poema de Rubén Darío cuyo título insigne encabeza estas líneas (incluido en Cantos de vida y esperanza), que se escribió y publicó precisamente hace casi cien años, y que, siendo una muy vigorosa afirmación hispánica, es todo lo contrario de un poema paleopatriotero, y debe verse como una manifestación bolivariana? La cuestión no es ni baladí ni inactual: de ella, en sus diversas vertientes, tratan escritos recientes tan valiosos como Mater Dolorosa, de Álvarez Junco, y grandes clásicos contemporáneos como algunos de los producidos en América por Rafael Alberti. Hoy no sabríamos probablemente emular el arte con que Rubén adaptó el hexámetro al castellano, en aquella ocasión, ni su capacidad de hacer que el español suene como el latín de Virgilio sin caer en el pastiche; mas, ciñéndome sólo a la literatura en principio -y, de manera indirecta, a asuntos más generales- trataré de asaltar el problema.
Cierta tendencia al adanismo suele propiciar la percepción difusa de que la comunicación entre las literaturas hispánicas de ambos lados del Atlántico se inicia en los años sesenta del siglo XX y se centra en el Premio Biblioteca Breve y en Seix Barral. Siendo del todo ciertos estos dos últimos extremos, el fenómeno tiene raíces anteriores y ramificaciones posteriores: su base se encuentra en las postrimerías del siglo XIX, en el momento en que el joven Rubén Darío desembarca en la Barcelona modernista y relata su experiencia en una crónica que será incluida en el volumen España contemporánea y cuyo deslumbramiento eufórico contrasta con el tono de abierto sarcasmo que en Madrid reserva para hablar de varios académicos, aunque no de todos; entrado ya el siglo XX, un Rubén Darío más avejentado escribirá también en Barcelona una autobiografía presurosa y deshilvanada, pero llena de encanto y de vida, para la editorial Maucci, y en la misma ciudad residirán escritores tan diversos como Vargas Vila (metido de hoz y de coz en la redacción de su diario, de tan extraña y curiosa vicisitud luego en la Cuba castrista) o Rómulo Gallegos, que redactará aquí su novela Canaima. Paralelamente, Alejo Carpentier publicaba su primera novela en Madrid.
¿ Qué ocurre, con todo, en los años sesenta? Que, a partir sobre todo de 1967, se produce en Barcelona, centro de la industria editorial y alternativa sociológica al Madrid franquista, un pujante movimiento cultural que atrae a destacados escritores de Iberoamérica, algunos de los cuales fijarán su residencia en esta ciudad (tal es el caso de Vargas Llosa, Donoso, García Márquez, Jorge Edwards o Sergio Pitol) y otros obtendrán el Premio Biblioteca Breve (alcanzado ya por Vargas Llosa en su primera convocatoria y que recaería luego en Cabrera Infante, Vicente Leñero, Adriano González León y en Carlos Fuentes) o se vincularán en distinta forma y grado a Seix Barral (tal fue el caso de Cortázar, y más tarde de Rulfo, Manuel Puig, Octavio Paz, Neruda, Uslar Pietri, Otero Silva, Mutis u Onetti).
Tales presencias tenían, como en su tiempo la de Rubén Darío, un doble valor: no sólo comunicaban las literaturas de ambas orillas, sino que ejercían una función supletoria, revulsiva y aguijadora respeto a la literatura producida en España; suplían, más aún que lo que aquí no podía escribirse a causa de la censura, lo que no se escribía porque el tajo de la guerra civil había truncado el curso normal de una literatura inserta, a las alturas de 1936, en la modernidad a la que había ingresado unos cuarenta años atrás gracias precisamente a Rubén Darío y que en la inercia de una dura posguerra había encontrado un óptimo pretexto para regresar a la autofagia inmovilista que ya la había empezado a devorar en la segunda mitad del siglo XIX, salvados unos contados grandes prosistas: la presencia venturosa de Clarín, de Galdós o de Juan Valera no debe, en efecto, eximirnos de recordar que Núñez de Arce es estrictamente contemporáneo de Mallarmé.
De ahí que la irrupción, desde los años sesenta, de la literatura iberoamericana fuera al tiempo providencial para los jóvenes e incómoda para buena parte de los más asentados. Se repetían así las reacciones contrapuestas que suscitó en un día el advenimiento de Rubén Darío. Muchos, en los sesenta, vimos -y, en buena parte, no nos faltó razón- el germen de una posible alianza de periféricos de ambas orillas ante una literatura estancada casi hasta la necrosis. La situación hoy ha variado; en palabras de Juan Goytisolo, los españoles se creen a menudo "nuevos ricos y nuevos europeos": pero, como en el pasado, siguen siendo a menudo escasamente políglotas, y raro es, aun hoy, que la actitud más común en los tiempos del fin del franquismo y de la transición -esto es: tomar como un todo el conjunto de las literaturas hispánicas, pues es manifiestamente un todo (bástame el testimonio de Jordi Rubió i Balaguer en precisamente Historia general de las literaturas hispánicas) y no atrincherarse sólo en la península Ibérica- sea hoy la actitud predominante. No nos engañemos: vuelve a ser minoritaria. Y, sin embargo, a todas luces el futuro de todas nuestras literaturas, en sus diversos países y lenguas (sí, en todas ellas, pues ya dijo Octavio Paz: "Nuestra cultura será siempre una cultura mutilada si olvida al portugués y al catalán", y algo de esto sabían Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, lectores de Verdaguer, o Unamuno, lector de Maragall, no menos que Dámaso Alonso, lector de Ausias March) dependerá en gran medida de nuestra capacidad para sustraernos a la clausura mediante la mutua comunicación. De lo contrario, habría que preguntarse, con Rubén: "¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?", y también: "¿Callaremos ahora para llorar después?".
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