Moros en la costa
Hay productores franceses bien avispados. Lo demuestra su presencia en el Festival de Cine de Rabat, que se está celebrando estos días. No han dejando pasar la eclosión de las cinematografías del sur. Desde hace años producen y coproducen con los países árabes, y con tan buen resultado que sus películas ocupan más tiempo en las pantallas de París que, por ejemplo, el cine español.
Es fácil apreciar en el festival de Rabat el entusiasmo de los cineastas del sur, empeñados en contar cuanto les sucede, desde historias de la colonización europea a la dramática actualidad de las pateras, desde el papel de la mujer en la sociedad de hoy a la profunda corrupción política o policial. De vez en cuando adaptan algún pasaje mitológico, más o menos inspirado en los cuentos de Scherezade... aunque también para hablar del presente. Tienen mucho que decir y ganas de que se les comprenda. El buen cine suele nacer de esta impronta.
Como espectador, uno se topa con sorpresas particulares, como la de ver a Carmen Maura, Maribel Verdú o Victoria Abril interviniendo, y muy bien, en algunas de estas películas. La Maura como dueña de un burdel argelino en El harem de Madame Ousmane, la Verdú como muchacha marroquí, aunque de madre española, lapidada por los suyos por haberse enamorado de un soldado del enclave militar español de Badis, y Victoria Abril, rica y alegre mujer casada, pidiendo al guía marroquí "un rato de tu juventud y la mentira de que me quieres", mientras no tiene escrúpulos en complicarle en un importante alijo de drogas. Por cierto, que esta última película Y después... fue premiada la pasada semana como la mejor del año en el festival marroquí de Oujda a pesar de las reservas del jurado, que se negó a dilucidar los premios a la fotografía o al sonido dadas las malas condiciones de proyección. Hubo protestas por ello. Concretamente, el director Faouzi Bensaidi limitó su rueda de prensa a expresar su descontento, lo que no resultó extraño ya que en la presentación de la misma película en el pasado festival de Cannes, Mil meses, había gustado especialmente la belleza de sus imágenes y la calidad de la intencionada banda sonora.
Las proyecciones en salas comerciales son, efectivamente, chapuzas, a qué negarlo. Pero no así las películas. Estos cineastas, muchos de ellos diplomados en Francia, están lejos del look tercermundista: sus películas tienen el acabado de cualquier producto europeo (a veces, incluso excesivo). Los franceses, ya está dicho, no les han dejado escapar. Ahora se está celebrando en Francia el Año de Argelia y, entre otras actividades, el cine tiene especial relieve, y no tanto porque en 1975 Crónica de los años de brasa se alzara con la Palma de Oro de Cannes, sino por la intensidad y calidad de sus mensajes actuales. El terrorismo, el exilio, la vida cotidiana, son analizados en dramas acongojantes o en comedias de costumbres con una vitalidad que algunos europeos ahora acomodados tuvieron en otro tiempo.
En España, tras aquellas pomporrutas imperiales de A mí la legión, Harka o La llamada de África, de los años de posguerra, pocas películas serias se han hecho sobre nuestros vecinos del Magreb: Las cartas de Alou, de Armendáriz, Bwana, de Uribe, Said, de Soler, Poniente, de Chus Gutiérrez... Casi siempre ha bastado con algún chistecillo racista de andar por casa. Una vez más, los franceses, otros de nuestros vecinos, han sido más perspicaces.
En Rabat no había interés en comentar las noticias de la semana. Ya me dirán ustedes qué les podía importar que Faye Dunaway haya decidido meterse a monja, que Mel Gibson haya acabado su película sobre Jesucristo hablada en latín y arameo, que Gina Lollobrigida se haya metido ahora a escultora, o que la revista Vogue haya decidido que Audrey Hepburn, muerta hace ya 10 años, haya sido la mujer más elegante del cine. Los cineastas del sur no están para chorradas.
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