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La renuncia de Rouco al consenso

La Iglesia logra imponer sus tesis al Gobierno sobre la enseñanza de religión

Dijo el cardenal Antonio María Rouco el 26 de febrero de 2002: "Sin una solución a fondo del problema, la cuestión va de pelotazo en pelotazo, cuando debería ser un asunto que estuviera por encima de todos los partidos". El cardenal acababa de ser elegido para un segundo mandato como presidente de la Conferencia Episcopal y su primera preocupación, su primer reproche, fue la situación de la enseñanza religiosa en la escuela pública española.

Rouco tenía aquel día serias dudas sobre cómo avanzar sin traumas en la regulación que reclama Roma para el adoctrinamiento de los escolares. En conferencia de prensa, el cardenal dijo contar con el placet del PP, CiU y PNV, pero no con la comprensión del PSOE. Declaró: "Deseamos y confiamos en llegar a un acuerdo que comprenda al PSOE, la otra fuerza importante, que garantizaría una solución estable a lo que pactemos".

Sonriendo con picardía, el cardenal dio este consejo a los socialistas: que procedan a "rectificaciones como hizo en 1959 el Partido Socialdemócrata Alemán en Bad-Godesberg; sería bueno para todos".

En la ciudad alemana de Bad-Godesberg, el futuro canciller Willy Brandt logró en 1958 que los socialistas de ese país introdujeran profundos cambios en su programa máximo, incluida la renuncia al marxismo, la lucha de clases y las nacionalizaciones. Rouco, recién ordenado sacerdote en la catedral vieja de Salamanca [28 de marzo de 1959], vivió esos años en Alemania, estudiando

Derecho y Teología en Múnich, y fue un atento observador del revuelo político de aquellas reformas socialistas, cuyo eco la dictadura de Franco espantaba de España con mano de hierro.

El nacionalcatolicismo

Algunos críticos de la reforma acordada por el Gobierno de Aznar con el lógico regocijo de los obispos señalan al Concordato de 1953 como origen de la nueva reforma. No van descaminados. Publicado en el Boletín Oficial del Estado el 19 de octubre de 1953, aquel Concordato, que Roma se resistió durante años a conceder a Franco a pesar de sus mutuos apoyos durante el golpe militar de 1936 y la Guerra Civil, daba todo el poder a la Iglesia católica en esa materia.

Decía el artículo XXVII del Concordato de 1953: "El Estado garantiza la enseñanza de la Religión Católica como materia ordinaria y obligatoria en todos los centros docentes, sean estatales o no estatales, de cualquier orden y grado". El pacto adjudicaba la tarea en Primaria a los maestros "salvo reparo por parte del obispo contra alguno" [para entonces, el magisterio español había sido sometido a una brutal depuración política, ideológica e, incluso, física]. En Secundaria los profesores serían "sacerdotes o religiosos".

Muerto el dictador Franco, España y la Iglesia de Roma revisaron el 28 de julio de 1976

ese concordato nacionalcatólico, ahora con el nombre de "Acuerdo", pero sólo para librar al Rey de sus prerrogativas para el nombramiento de obispos, que Roma no había logrado arrebatar a Franco tras el Concilio Vaticano, de 1965. Pocos cambios más hubo ese año, pero sí abundantes en un nuevo "Acuerdo sobre Enseñanza y asuntos culturales", fechado el 3 de enero de 1979, días después del referéndum de la Constitución (6 de diciembre de 1978). Los socialistas no estaban informados de las negociaciones ni del acuerdo final, y fueron muy críticos con su contenido, pero no recurrieron al Constitucional, como tantas veces les han reprochado los expertos de su propio partido.

El artículo primero del acuerdo de 1979 empieza así: "A la luz del principio de la libertad religiosa, la acción educativa respetará el derecho fundamental de los padres sobre la educación moral y religiosa de sus hijos en el ámbito escolar. En todo caso, la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana". Es a este acuerdo al que apelaba cada año Roma para reclamar las reformas que acaba de concederle tan generosamente el presidente José María Aznar, siete años después de asumir el Gobierno. En cambio, los ejecutivos presididos por Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo (UCD, 1977-1982), y por Felipe González (PSOE, 1982-1996) resistieron las exigencias católicas y fueron construyendo, no sin agrias polémicas, una regulación que ya parecía consolidada, pero que ha vuelto a saltar por los aires por falta de consenso y de perspectiva de permanencia.

José María Aznar y el cardenal Rouco, en un congreso católico celebrado en El Escorial en mayo de 2002. 

/ EFE
José María Aznar y el cardenal Rouco, en un congreso católico celebrado en El Escorial en mayo de 2002. / EFE

"¿Le gustaría que le obligaran a ir al fútbol porque otros van a misa?"

Éste es el título de un artículo publicado en marzo de 1998 por el ex ministro socialista de Educación y catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado Gustavo Suárez Pertierra, con motivo de una de las muchas crisis que la enseñanza de la religión católica viene provocando en España.

La idea que expresaba el ex ministro era la misma que los socialistas defendieron en el Congreso de los Diputados en 1979, cuando el Gobierno de Adolfo Suárez y los obispos acordaron la existencia de una asignatura, la ética, que debían cursar obligatoriamente los alumnos que no optasen por la clase de religión.

El consenso que reclama el cardenal Rouco en torno a la enseñanza religiosa parece imposible con los socialistas y choca también con numerosas sentencias judiciales, incluso del Tribunal Supremo. Sostiene el PSOE, como cuestión de principio, que la escuela pública no es el lugar más apropiado para explicar una fe religiosa en un Estado constitucionalmente neutral. "Ninguna confesión tendrá carácter estatal", dice el artículo 16.3 de la Constitución. El mismo párrafo añade: "Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás religiones". De esa redacción no se deriva compromiso alguno, pero el Gobierno de UCD lo adquirió ante los obispos mientras se estaba debatiendo la Constitución, acordando en secreto con la Santa Sede que la religión fuese de oferta obligatoria en todos los centros docentes.

Los sucesivos Gobiernos socialistas, pese a votar el PSOE en contra del Acuerdo de 1979 y sospechar de su inconstitucionalidad -a pesar de lo cual no recurrió ante el Tribunal Constitucional-, respetaron con algunas reformas lo decidido por los Gobiernos de UCD e incluso regularizaron mejor la situación de los profesores de esa asignatura -más de 18.000-, que cada año, desde 1998, son elegidos -incluso despedidos a capricho- por los obispos, aunque contratados y pagados por el Estado.

La alternativa

Los reparos del PSOE se vuelven más radicales ante la presencia de una asignatura alternativa para aquellos que no quieran recibir clases de religión. Para ello cuentan también con una sentencia del Supremo quitando la razón a la Iglesia de Roma. Es en ese terreno donde la provocativa pregunta del ex ministro Suárez Pertierra adquiere relevancia: el cumplimiento por el Estado de su compromiso de habilitar en la escuela pública una clase de religión católica -o de otra creencia- no puede convertirse en una carga para los alumnos que no la reclamen, toda vez que es su opción personal -o la de sus padres- en ejercicio de un derecho.

"¿No es esto como si me obligaran a ir al fútbol a la hora de misa porque otros quieren ir a la iglesia?", se pregunta el ex ministro. Con esta reforma del Gobierno de Aznar el conflicto de la religión vuelve al peor punto de partida.

La Santísima Trinidad entró en el 'Boletín Oficial del Estado'

La religión católica fue durante siglos "la única de la nación española", pero nunca llegó a tanto como en 1953, cuando Franco y Pío XII acordaron el Concordato nacionalcatólico. El Boletín Oficial del Estado de 19 de octubre de ese año lo publicó así: "En el nombre de la Santísima Trinidad, la Santa Sede Apostólica y el Estado español, animados del deseo de asegurar una fecunda colaboración para el mayor bien de la vida religiosa y civil de la Nación española, han determinado estipular este Concordato". Era un texto del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Poco tardaron los españoles en reaccionar con chistes ante aquella recíproca hincada de rodillas. Uno advertía a los peatones sobre los curas motorizados: los tonsurados ya podían saltarse los semáforos porque así se lo permitía el todoprivilegiado Concordato. Era más que una broma: el Concordato, en su artículo primero, definía a la Iglesia católica como "la única de la nación española" y le adjudicaba una categoría ya insinuada en aquella inicial apelación a la Santísima Trinidad. Artículo dos: "El Estado español reconoce a la Iglesia católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno derecho de ejercicio de su poder espiritual".

Así, los curas podían exigir a la Guardia Civil que "velara por la debida observancia del descanso en los días festivos" -las multas podían ascender a 25 pesetas, según tarifa de la época-; el Estado se comprometía a indemnizar a la Iglesia "por las pasadas desamortizaciones de bienes eclesiásticos"; y en premio a su "contribución a la obra de la Iglesia en favor de la Nación", se le entregaría "una adecuada dotación económica" para sueldos, construcción de templos, el sostenimiento de sus seminarios y universidades, "y para el ejercicio del culto".

Veinte años después, cuando la Iglesia y Franco se estaban tirando los trastos a la cabeza por la rebeldía de una parte del clero secular (la dictadura llegó a abrir en Zamora una cárcel especial para curas), el presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, poco antes de ser asesinado por ETA, se quejó ante el cardenal Tarancón por tal desagradecimiento. La factura, según el recuento del almirante, alcanzaba los 300.000 millones anuales. Tarancón se enfadó muchó por ese recuento y, en sus memorias, cuenta cómo Carrero incluía "entre lo dado a la Iglesia todo el coste de la construcción del Valle de los Caídos".

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