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Viejo y nuevo militarismo

Antonio Elorza

En un principio, era de temer que se encontrase en curso una investigación destinada a conocer quiénes habían sido los soldados que efectuaron las fotografías del interior y de las ruedas del Ilyushin-76, gracias a las cuales resultó posible escapar del laberinto de las palabras oficiales en el tema de los transportes militares. No obstante, en la historia política de España siempre encuentra su lugar el esperpento y ahora resulta que los soldados no eran soldados, sino miembros de una ONG dirigida por cierto padre Ángel, con Ana Botella de presidenta honoraria. Los "mensajeros de la paz", antes ocupados en organizar el Día de los Abuelos y ahora pasados a Irak, habían sido sorprendentemente invitados al riesgo del vuelo militar de carga en un avión defectuoso, cerrando el círculo de los despropósitos que las fotos fueran tomadas por indicación del ministro y con destino a una revista del Ministerio de Defensa. Con anterioridad había afirmado Federico Trillo que dichos transportes eran perfectamente seguros, tenían el aval de la OTAN y, en consecuencia, nada cabía hacer hasta que concluyera la investigación. Un tupido velo cubría la cascada de catástrofes que siembra la historia del Yakólev 42, la pésima fama que afecta a los viejos aparatos de la desaparecida URSS y las protestas de los usuarios forzosos de los mismos.

Pero ante las imágenes de promoción oficial no servía excusa alguna y la seguridad de las palabras del ministro de Defensa se convirtió en puro ejercicio de encubrimiento, reforzado por las disposiciones adoptadas en el Ejército del Aire al prohibir toda emisión de informaciones y opiniones de origen interno sobre la catástrofe de Trebisonda. Regresa así la antigua tendencia a declarar tabú las cuestiones espinosas referidas a las Fuerzas Armadas. En su intervención parlamentaria, por si hubiera alguna duda, Trillo proclama la grandeza de las misiones humanitario-militares, Irak incluido; elogia ese "buen avión" que es el Yak-42 recién pasada la ITV (olvidó decir que en Ucrania), y al hablar sin recato de ausencia de quejas sobre los transportes olvida cuanto ha sido hecho público por las familias de las víctimas. La catástrofe pudo deberse a un fallo humano, a la meteorología, a la torre de control o a una colina que se puso cerca del aeropuerto. Todo se ha hecho bien en su departamento y ninguna crítica es razonable. Salimos de lo estrictamente militar: la búsqueda del secreto en el fondo de la cuestión y el lenguaje autoritario del ministro nos devuelven al espacio propio del militarismo hispano, uno de los componentes menos atractivos de nuestra historia contemporánea.

Desde que Alfred Vagts escribiera su Historia del militarismo, está clara la distinción siempre, y la oposición muchas veces, entre los términos "militar" y "militarismo". El ámbito de lo militar abarca todo aquello que se refiere, en los planos sociológico, institucional y técnico, a lo que Maquiavelo llamó "el arte de la guerra". "Militarismo" alude, en cambio, a una extrapolación indebida de lo militar, esto es, a la pretensión, bien por parte de componentes de un ejército, bien por grupos sociales o políticos determinados, de imponer, mitificándolos, el sistema de valores castrenses y sus intereses al resto de la sociedad. "El militarismo -explica Vagts- está constituido de manera que puede llegar a bloquear y a destruir los objetivos de la lógica militar", pues su meta es la impregnación de la sociedad en su conjunto, con la posibilidad consiguiente de que la dimensión técnico-militar resulte marginada o subordinada. Incluso en aquellos casos en que el militarismo era el fruto de los espléndidos rendimientos de una máquina de guerra, como ocurriera en la Alemania de Guillermo II o en el Japón anterior a 1941, su hegemonía desembocó en un desastre en el plano bélico y en una profunda crisis tanto del sistema político como de la sociedad civil. Se cumple así la advertencia de Talleyrand que siempre nos recordaba en sus clases un profesor de Teoría del Estado de nombre Manuel Fraga: con las bayonetas pueden hacerse muchas cosas, salvo sentarse sobre ellas.

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Además, el militarismo español no fue precisamente la envoltura ideológica de un aparato guerrero de cierta valía. Las crónicas periodísticas y las fotografías de los quintos apiñados como sardinas en lata en los barcos de la Trasatlántica del marqués de Comillas, camino de Cuba a fines del siglo XIX, anticipo de la fotografía en que vemos a nuestros soldados reales o ficticios de hoy con la carga sujeta con cadenas a sus espaldas del Ilyushin 76, remiten a una concepción de las actuaciones militares en las que el criterio de eficacia estuvo casi siempre ausente, en el orden técnico, y donde el cuidado de los hombres fue la última de las preocupaciones. Las palabras del ministro Trillo ante la Comisión de Defensa el día 4, ignorando incluso lo que dicta el buen sentido sobre todo material heredado de la URSS, recordaban la inconsistencia de las declaraciones pronunciadas ante el Parlamento de la Restauración a favor del contrato leonino con la Trasatlántica. Las circunstancias de fondo, ciertamente son otras. A lo largo de casi dos siglos, la deformación militarista tuvo por origen la macrocefalia de un cuerpo de oficiales, surgida en las guerras de la pérdida del imperio y su integración como casta privilegiada en un régimen oligárquico sobre el cual intervenían de forma constante. Los espadones al frente del Gobierno, con el jugoso mando en Cuba o ennoblecidos en la Península, eran la cara de una moneda cuya cruz consistía en una armada de marineros en tierra, con barcos en muchos casos inhábiles para el combate, y de soldados que, con la excepción del máuser, se encontraban mal armados, sin entrenamiento y míseramente dotados de servicios. La distribución del presupuesto en beneficio de los primeros, con el añadido de la corrupción, imponía su ley. El resultado fue un corporativismo nacionalista en nombre del cual el Ejército, a falta de una defensa eficaz de intereses concretos, hizo de los propios el norte de una actuación amparada bajo una entidad metafísica denominada Honor de la Patria. Lo que pensaban buena parte de los españoles y lo que les sucediera a los soldados resultaba irrelevante o constituía una ofensa inadmisible, como el mismo Franco nos cuenta en su Diario de una bandera y en Raza. Así, en el 98, recordemos para siempre la gloria de los últimos de Filipinas y olvidemos que el archipiélago fue abandonado dejando allí a miles de soldados expedicionarios, a muchos de los cuales les esperaban la esclavitud y la muerte. Un miles gloriosus como Weyler proponía llevar 50.000 soldados, precursores seguros de los balseros, a invadir sin barcos los Estados Unidos desde las costas de Cuba, y al buque-insignia de Cervera no le funcionaban ni los botes de salvamento. En suma, gotas de heroísmo en un océano de errores. Marruecos no fue mejor, si bien allí se forjaron los instrumentos militares para la conquista de la Península en 1936. El africanismo de la derecha española, inexplicable en términos de intereses

reales, descubrió entonces su verdadera razón de ser: según advirtiera Cánovas, el Ejército constituía la válvula de seguridad del sistema.

Todo lo anterior es un mal recuerdo del pasado por lo que toca a la institución militar, sobre todo tras las profundas transformaciones experimentadas desde la transición. Curiosamente, tal y como hemos podido comprobar en los últimos meses, no sucede lo mismo con la derecha política, hoy encabezada por el Gobierno Aznar. Permanece apegada a la imagen de una grandeza nacional fruto de acciones militares en el exterior, ahora con la máscara de humanitarias, que por el solo hecho de ser decididas se tornan indiscutibles, con el supremo aval de la alianza antiterrorista con los Estados Unidos. Si la oposición parlamentaria se atreve a ponerlas en tela de juicio, ello sólo es prueba de su irresponsabilidad y en vez de argumentos se hace merecedora de descalificaciones. Sobre una opción de fondo común, la diferencia entre el comportamiento de Aznar y el de Tony Blair ante los respectivos Parlamentos es de sobra ilustrativa. Blair manipuló la realidad, aportando datos cuya falsedad va quedando al descubierto progresivamente, pero es que Aznar se limitó a un par de profesiones de fe atlantistas y a la afirmación de una falsa evidencia, que Sadam Husein constituía un enorme riesgo, para a continuación descargar su ira sobre la izquierda. Si compartimos la idea de que el interés de la patria coincide con el de los Estados Unidos por el denominador común antiterrorista, todo lo demás sobra. Con gesto austero y marcial ante los diputados, Trillo aplica a la catástrofe de Trebisonda la misma receta. El fin sagrado impone "la prudencia en las valoraciones", léase la confianza en el Gobierno, y nada importa que olvide en su discurso datos como el viraje dado por otros países en su política de transportes de personal en la OTAN o sobre el estado efectivo de esos maravillosos residuos de la aviación civil soviética. Buenos aviones, salvo cuando son fotografiados en vuelo. Desde Lisboa, Aznar refrenda el discurso de autoridad.

Al militarismo desencadenado en Washington responde aquí de este modo un militarismo dependiente, no generado en los halcones del Pentágono como Paul Wolfowitz, sino sorprendentemente en medios civiles de una derecha conservadora que recupera los viejos hábitos para justificar, nunca explicar, nuestra activa y desaforada participación en el proyecto del Nuevo Siglo Americano. Ningún contacto con la realidad, por favor, ya que entonces el castillo de naipes se desplomaría. En estas mismas páginas, la ministra Ana de Palacio receta a los lectores un artículo acerca de las virtudes y venturoso futuro de la OTAN, en el que no hay una sola línea sobre las implicaciones de la reciente crisis. De los tres gloriosos promotores de la conquista de Bagdad, el Gobierno español es el único al que parece no importar que el escándalo de que las famosas Armas de Destrucción Masiva iraquíes se hayan convertido, como explica Time, en Armas de Desaparición Masiva, por su inexistencia. Toda la argumentación que justificó la invasión pudo haber sido un gigantesco fraude forjado por el clan guerrero que rodea a Bush el Joven con el fin de dar un salto estratégico decisivo en el control de Oriente Medio. Un comportamiento de sobra conocido en el pasado de los fascismos, pero que honra bien poco a una democracia, y menos aún si su materialización ha hecho añicos lo que quedaba de las Naciones Unidas. Y como en el pasado, nuestro militarismo, ahora de origen civil, es ciego y pobre en recursos. Si de esa insuficiencia técnico-militar surge una catástrofe, es achacada a causas externas; si nuestra implicación en una guerra imperialista se ha apoyado sobre un fraude criminal que además desemboca en un callejón sin salida político y en una catástrofe en cuanto a la opinión del mundo árabe sobre Occidente, no importa. Ni un gesto de autocrítica, ni una palabra de información sincera a la opinión pública. Encontrar las armas es importante para doña Ana de Palacio por "el interés mediático", no por haber sido el falso pretexto para una guerra. La justicia y la paz no cuentan. Por fin, si en vez de conseguir algo efectivo con todo ello frente a nuestro particular terrorismo nos ponemos como blanco del que surge a partir de un medio que antes nos consideraba favorablemente, al convertirnos en uno de los tres componentes del eje del Mal definido por los Hermanos Musulmanes, basta con descalificar una vez más a quien sugiera tal enlace (ejemplo: Casablanca). Lo único seguro es que ante una indicación de Bush, nuestro leal servidor dirá como el personaje de Las mil y una noches: "Escucho y obedezco".

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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