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Reportaje:

El preso español de La Tablada

Joaquín Ramos, condenado tras participar en el asalto a un cuartel en Argentina, vive rehabilitado en Madrid

Joaquín terminó su almuerzo, besó a su mujer y a su hija, y se marchó a su trabajo en una tienda del barrio madrileño de San Blas. Casi al mismo tiempo, en Argentina, el ex presidente Eduardo Duhalde estampaba su firma en un folio oficial que rezaba: "Indúltase a las siguientes personas". En la lista de beneficiados figuraba el nombre de Joaquín Ramos Mora, el ciudadano español encargado de una tienda en Madrid o, a los efectos del decreto del pasado 20 de mayo, el precoz activista que fue condenado a prisión perpetua por haber participado, en 1989, en el cruento asalto al regimiento militar de La Tablada, en Buenos Aires.

En una de las tantas paradojas de su vida, Joaquín recibió el indulto cuando ya había cumplido su condena en España, adonde lo trasladaron en 1998 después de haber padecido lo indecible en una cárcel argentina. Pudo cambiar "el olor a mierda" de su celda de dos metros en Buenos Aires por el sol de los jardines del penal de Valdemoro, en Madrid, gracias a un tratado que permite a los españoles condenados en Argentina cumplir su pena en una cárcel de España. "Según entré me dieron el carné de preso y me trajeron un café con leche... mi primer café con leche en 10 años", cuenta Joaquín. "Estaba alucinado, me trataban de usted y todo estaba tan limpio que podía comer en el suelo", añade divertido.

Nacionalizado español, Joaquín Ramos nació en Argentina y se exilió en Madrid, junto a sus padres, durante los años pesados de la sanguinaria dictadura de Jorge Videla. En 1983, la democracia y los Ramos volvieron a Buenos Aires. Alternaba sus estudios de periodismo con la militancia en la izquierda universitaria. Tenía 19 años y llevaba una vida normal, hasta que tomó por asalto un cuartel, junto a 40 compañeros.

Malherido en el combate, fue a dar al penal de Caseros, un laberinto dantesco en el cual un ciudadano común duraría menos de cinco minutos con vida. Las imágenes de la tortura siguen frescas en su mente: "Primero me hicieron dos simulacros de fusilamiento y después estaba acostado, con una sonda de suero en el brazo, y un tío venía y me pisaba la bolsa de suero... parecía que el brazo me iba a estallar", relata con la frialdad de un cirujano. A fines de 1989 fue condenado a cadena perpetua, tras un proceso con sospechas de parcialidad.

El 1 de enero de 1999 obtuvo el tercer grado, beneficiado por las redenciones de la ley penal española. Lo primero que hizo fue ir a un cine de la Puerta del Sol, pero la libertad no le resultó sencilla: "Llegué a Sol, me encontré en medio de una muchedumbre y me dio un agobio tremendo... tuve ganas de volver". Joaquín abunda, vehemente: "Imagínate, cuando fui encarcelado no había Internet ni móviles... tuve que descubrir un mundo nuevo". En mayo del año pasado salió en libertad condicional y se pescó el virus del ciudadano perfecto: "Cruzaba por la senda peatonal, tiraba el papel del caramelo en el cesto... ¡No quería volver a la cárcel por nada del mundo!".

Cumplió su condena en agosto de 2002. No tenía cuentas pendientes con la justicia cuando le llegó el perdón presidencial, hace 20 días. En el Gobierno argentino quizás no sabían que Joaquín ya estaba en libertad. Pudo haberlo tomado como la última broma pesada que le gastó el sistema, pero cree que le sirve para "cerrar una etapa de la vida" e inaugurar un "periodo de reflexión", mientras cuida de su hija, nacida en Madrid hace dos años, y de su mujer, que espera un varón para dentro de dos meses.

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Joaquín Ramos ha rehecho su vida en España, aunque difícilmente olvide esos segundos en los que descubrió el roce fétido de la muerte: "Estaba escondido detrás de un árbol... me tiraban con un fusil desde unos doscientos metros y sentía que el tronco se iba haciendo más estrecho... que no podía frenar las balas... una sensación horrible". Cuatro balas de fusil se hundieron en su carne, en el abdomen, la espalda y un hombro.

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