La comedia de las equivocaciones
Con resplandores racheados, la guerra de Irak permitió raros momentos de sinceridad en las declaraciones de los grandes actores de este mundo. En medio de toda la literatura sobre el establecimiento de la democracia en Bagdad, el derrocamiento de un poder armado de lo más masivo y terrorista, Washington reconocía o proclamaba, ocasionalmente, que lo que buscaba era rehacer el mapa político de Oriente Próximo. Excúsese que no se añadiera "según los propios intereses", porque eso habría sido tosquedad y pleonasmo. Igualmente, Francia y Alemania, bien que también atendiendo, básicamente, a sus necesidades, tenían que reconocer -sobre todo la patria de Dominique de Villepin- que le hacían la guerra diplomática a Estados Unidos. Pero, una vez adquirida la victoria militar, se ha tenido que volver al negocio de todos los días, que no es ni bueno ni malo, sino, sólo, inevitable; el regreso a la habitual comedia de las equivocaciones.
En la reciente reunión del G-8 en Evian se ha escenificado el primer acto de la reconciliación formal entre Estados Unidos y Francia, al tiempo que se daba prácticamente por no acaecido el distanciamiento con Rusia. Bush perdonaba con la palabra a sus presuntos ofensores, pero no dejaba de subrayar lo unilateral de su política con el lenguaje del cuerpo o su prematuro abandono de las reuniones; el presidente Chirac, por su parte, invitaba a la ciudad-balneario a una docena de países emergentes para decirle en morse al mundo que seguía oponiendo un multilateralismo de deseo al real hegemonismo norteamericano, y, finalmente, de nuevo Bush y su homólogo ruso, Vladímir Putin, hacían ver que estaban a partir un Irán, cuando, en realidad, Moscú cifra en su buena vecindad con Teherán todo un signo de soberanía nacional.
Esta semana, Bush ha puesto formalmente en marcha el proceso de paz en Oriente Próximo con sus admoniciones a unos líderes árabes pro occidentales -que no se sabe por qué todo el mundo llama moderados-, al igual que extendía su manto soberano sobre negociadores palestinos y judíos. Con ello, Washington admitía, sin admitirlo, las objeciones del primer ministro Ariel Sharon al plan de paz occidental, que lo anulan por completo; el líder israelí actuaba como si el presidente norteamericano ya hubiera modificado ese itinerario, lo que tampoco formalmente ha ocurrido, y, por último, el palestino Mahmud Abbás insistía en que, a diferencia del israelí, él sí que había aceptado la Hoja de Ruta, sobre todo porque a nadie le conviene poner en duda su palabra.
La insolente declaración de Condoleezza Rice, según la cual Washington perdonaría a Rusia, olvidaría lo que hizo Alemania y castigaría a Francia por su osadía al oponerse a la guerra de Irak, se ha confirmado plenamente, si acaso con la salvedad de aplicación futura de que a Moscú habrá que seguirle perdonando muchas cosas, y a la China de Hu Jintao será mejor que ni siquiera se la llegue a acusar en primer término. Sólo así cabrá mantener esta comedia de las equivocaciones que consiste, y nadie debe escandalizarse por ello, en la prosecución de la guerra por otros medios.
Este siglo, sin embargo, comienza, a salvo de esos momentáneos y repentinos fulgores, con el que, quizá, es el arco más dilatado que se recuerde entre las hojas de tijera de la política: la de lo que se proclama y la de lo que se pretende.
La única excepción podría darse hoy en la tierra que, precisamente, más ha contribuido a la invención del juego. En Westminster sí que parecen capaces de exigirle a Tony Blair cuentas por la aparente impostura de los servicios de información para incriminar a Irak de armas y terror. El primer ministro británico es, seguramente, el más votado entre los menos queridos en la historia de su país. Y el viejo laborismo que, aunque bien gusta de ejercer el poder, se reprocha haber tenido para ello que convertirse al liberalismo, siente hoy un vértigo regicida a modo de catarsis. Ahí es donde peligra la representación de esta comedia de las equivocaciones.
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