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Columna
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La Edad de Oro

Rafael Argullol

Aquella noticia perteneció desde el principio a la Edad de Oro. ¿O fue, quizá, el inicio de ésta? No puedo jurarlo, pero aseguraría que fue el primer acontecimiento de que tengo memoria. Con respecto a los recuerdos, cuando tiramos la piedra es difícil saber la profundidad del pozo. Supongo que en las capas más hondas conviven enjambres de pequeños hechos cotidianos que estuvieron marcados por la intimidad familiar y la corta distancia. Pero aquel fue probablemente el primer acontecimiento que rompía las coordenadas del minúsculo escenario para insinuarme el mundo.

Hace 50 años que Edmund Hillary y el sherpa Tensing coronaron por primera vez el Everest. Todos los periódicos han informado de este aniversario. Es difícil adivinar, sin embargo, cómo se dio esa información entonces y, todavía más, cómo llegó a mí. La llegada de la noticia a Europa debió de ser lenta, sin comparación posible con la instantaneidad actual. Con toda probabilidad la difundió, en primer lugar, la radio para convertirse después en un buen titular de periódico. Al fin y al cabo, la lentitud de los medios de entonces quedaba compensada por la excitación que en esos días acompañaba a este tipo de hazañas.

"En los trabajos y azares de la memoria mi mito dorado llega a su plenitud cuando Hillary y Tensing alcanzan el Everest"

Mucho más conflictivo me resulta reconstruir cómo la aventura de Hillary y Tensing llegó a ocupar una región tan importante de mi primera memoria. No puedo ni siquiera saber cuándo tuve conocimiento de la prodigiosa ascensión al Everest y cuándo me hice una idea más o menos aproximada de lo que esto significaba. El preludio debió de estar constituido por murmullos y rumores. La infancia está llena de ellos: palabras entrecortadas, voces huidizas, ecos que reverberan en la boca de los adultos. No es imposible que la vejez sea, simétricamente, la recuperación de aquel universo de rumores y de murmullos.

Tras el preludio -algunos meses, algunos años quizá-, las palabras ordenaron un significado nítido y la escalada de Edmund Hillary -en adelante, siempre, sir Edmund Hillary- vino a ocupar su trono entre los primeros acontecimientos. Revivido ahora marca la frontera entre una época sin pasado y otra en la que ya el tiempo empezaba a proclamar su poder. Aunque no me atrevería a decir que también sucede con mi historia íntima, sí puedo asegurar que la historia del mundo empezó, para mí, con la ascensión de Hillary y Tensing. Los acontecimientos del mundo se habían introducido, con ella, en mi vida o así lo decreta la memoria que quiere recuperar aquellos años.

En la mayoría de las tradiciones el mito de la Edad de Oro describe un tiempo sin tiempo: los días pasan sin la conciencia del paso de los días. Luego, perdida la edad áurea, vienen la muerte, el calendario y la historia. En los trabajos y azares de la memoria mi mito dorado llega a su plenitud cuando Hillary y Tensing -el "fiel sherpa" en el lenguaje de entonces- alcanzan el pico del Everest. Mientras ellos están allá la Edad de Oro parece continuar, generosamente perdida en fuentes inmemoriales.

El descenso del Everest se conforma, no obstante, como la pérdida de aquel remolino feliz en el que todo, sin acontecimientos, aparecía confusamente mezclado, desnudo de contornos. Claro está que implica también una ganancia puesto que, desvanecido el remolino, empieza el auténtico diálogo en el que se exigen interlocutores, límites y luchas. La Edad de Oro va convirtiéndose en materia prima de la nostalgia cuando se apodera de nosotros la fascinación por la vida.

Curiosamente, también Edmund Hillary fue un protagonista principal de los años que iban desprendiéndose del color dorado. El monstruo es, creo, la criatura favorita de esos momentos de transición en el que el hombre que nos despierta al mundo no se sacia, sólo, con los alimentos de la realidad y busca capturar un sinfín de sensaciones que no son perceptibles inmediatamente. El monstruo es oscuro y luminoso, maligno y benévolo al unísono, encarnando, en sus diversas manifestaciones, la work in progress de la imaginación.

Pálida ya la Edad de Oro, el larguirucho neozelandés, Edmund Hillary, me -nos- ofreció, tras la conquista del Everest, al gran monstruo del momento, el yeti, aquella criatura de la que todos, llenándosenos la boca, podíamos decir que era el "abominable hombre de las nieves". El yeti -hombre, bestia, titán- reunía las mejores cualidades de los monstruos de todos los tiempos, y naturalmente el tenaz Hillary y su "fiel sherpa", los héroes indiscutibles de la aventura, fracasaron en su empresa de capturarlo. El monstruo es irreductible porque pertenece a ese momento crucial de nosotros mismos en que la Edad de Oro se pierde en la lejanía pero aún no poseemos la experiencia de la Edad de Hierro que nos aguarda. Aquel célebre yeti, como el calamar gigante que todavía ocupa a algunos de tanto en tanto o Nessie, el imbatible habitante del lago Ness en Escocia, vagan en un aire que no ha de ser vulnerado.

No debemos ser injustos con la Edad de Hierro. Gracias a ella todos podemos evocar esa Edad de Oro que nunca existió.

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