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Columna
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Sintaxis y moral

Camino entre los árboles del Retiro absorta en una tristeza muda que nada tiene que ver con lo municipal. Cuando, sentada a la sombra de un plátano, apoyada en su tronco, dejo vagar la vista entre briznas de hierba por las que se afana la vida minúscula de unos insectos, me asalta una decepción, esta vez sí, de sufragio. Y las tristezas públicas y privadas se mezclan con el polen, suspendido en los chorros de luz que se cuelan por entre las ramas, para hacer de la tarde madrileña este parque extraño y familiar a un tiempo. Cuando Madrid se vuelve magma inhóspito y no hay correspondencia cierta entre su realidad y su deseo, los eternos adolescentes, los derrotados, los incorrectos, los confusos pasean su estupor por los senderos de tierra del Retiro. Suelen llevar un libro bajo el brazo. He visto algunos hoy, mientras me iba adentrando en el silencio. Sólo lo rompe un ruido de planchas y tablones, los martillazos que ultiman las casetas de la Feria del Libro. Cierro los ojos. El calor aquieta el pensamiento.

Llega hasta mí, de pronto, un olor raro que, quién sabe por qué, me recuerda a la sangre. Se va haciendo cada vez más intenso, casi repugnante. Escudriño con disimulo, afino el olisqueo, espío. Ya no me cabe duda y tuerzo el gesto: es un hedor a sangre. Ahora me doy cuenta de que lo reconozco porque es un olor que he leído muchas veces. Así que, atenta a sus señales, me concentro en rastrear su origen. He de admitir que tengo miedo. Entonces oigo que la sangre se acerca acompañada de un murmullo creciente de voces y susurros, de gritos en sordina, de sonidos agónicos y respiraciones agitadas. Algo horrible sucede muy cerca de donde me encuentro, tan próximo que podría decirse que surgiera de mí. Pero logro distinguir el lugar desde donde parte su amenaza. Viene de las casetas de la Feria del Libro, se cuela por entre sus rendijas. No muevo un solo músculo, contengo la respiración. Hasta que descubro que la sangre brota de las cajas de libros apiladas y avanza empapando folletos y catálogos y corre a borbotones por la calzada del paseo de Carruajes, fresca y pestilente, viva y simuladora, tan real como el aire, ficticia como la verdad. Y los veo. Agazapados entre páginas, escondidos entre líneas, apoyados en los lomos que les dan carta de identidad, veo una jauría de violadores, asesinos múltiples, pederastas, descuartizadores, sátrapas, dictadores, sádicos, explotadores, torturadores, proxenetas, homicidas, abusadores, ladrones, mentirosos, maltratadores, genocidas, estafadores. Son ellos: los malos de la literatura. Las cajas están llenas.

Para pasar desapercibidos, los malos se han hecho ahora con los troncos más gruesos de los árboles, con las sombras más negras y los arbustos más tupidos. Buscan víctimas. Los más odiosos llevan ya de la mano a inocentes niñitas; pero otros, sin embargo, son conducidos por éstas a las más recónditas simas de su propio carácter. Unos agarran por los pelos cabezas arrancadas de cuajo y congeladas en un gesto de horror; otros sonríen a la perfección y sus intenciones son, pues, insospechadas. Algunos preparan a conciencia sus armas; otros se recrean minuciosamente en las torturas. Algunos dan la última orden antes de disparar; otros lanzan ya bombas que hacen saltar la ciudad por los aires. Algunos pergeñan planes terribles que pondrán en práctica cuando caiga la noche; otros se solazan en el dolor insufrible que han logrado provocar. Unos son elegantes y perversos; otros, vulgares y sanguinarios. Unos, sofisticados; otros, burdos. Todos, malos. Se ríen de nuestro pavor. Y qué risa tan contagiosa tienen los malos de los libros: su carcajada se mezcla ahora con la mía. Porque sé que en pocos días se mantendrán muy formalitos en sus casetas, expuestos a la avidez de espejo de los lectores, con sus mejores galas de malvados, celebrando el campo sin puertas de la literatura, aspirando a ser arte. Pocos lo logran: en ejercicio de mi libre derecho a la ficción, he leído (en Internet) El violador, relato de ese tal Hernán Migoya. Una corrección política necia lo acusa y ha querido censurarlo, dejando en evidencia, una vez más, las deficiencias de nuestro sistema educativo: no ser capaz de distinguir entre autor, narrador y personaje. Pero también resultan evidentes las deficiencias literarias del relato en cuestión: su única ley. Por lo que, más que nunca, recuerdo al intachable Valèry: "La sintaxis es un valor moral".

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