Catástrofes y poder
Argelia sufrió hace una semana un terremoto de consecuencias devastadora: más de 2.200 muertos, 10.000 heridos y miles de familias a la intemperie. El seísmo, de magnitud 6,7 Richter, derribó como naipes viviendas y edificios en la zona afectada, la superpoblada región costera vecina a la capital. Ayer se registró otro, de 5,8 grados, que derribó algunos inmuebles y provocó un pánico generalizado. El país magrebí sufre con relativa frecuencia los embates de la naturaleza: otros seísmos han dejado antes miles de muertos y hace menos de dos años unas inundaciones se cobraron en Argel más de ochocientas vidas.
Con estos antecedentes y la sistemática falta de respuesta gubernamentel ante la desgracia previsible, se explica el airado recibimiento de los damnificados al presidente, Abdelaziz Buteflika, cuando acudió el sábado a la zona siniestrada. Buteflika prácticamente tuvo que huir de Bumerdés, apedreada su comitiva por ciudadanos que se sienten desde hace demasiado tiempo carne de cañón del poder político. Mientras algunos periódicos relataban al día siguiente el fiasco de la visita, la televisión nacional ofrecía una visión idílica de la catástrofe como punto de encuentro en la desgracia entre gobernantes y gobernados.
La causa fundamental de la enorme mortandad provocada por el seísmo no es tanto la furia de la naturaleza cuanto la incompetencia e incuria de un régimen dictatorial gangrenado por la corrupción. Desidia y corrupción que siguen permitiendo la construcción de edificios que violan las más elementales normas de seguridad y resistencia. En Japón, un seísmo de grado 7 Richter provocó el lunes escasos daños materiales y ninguna víctima.
Y no sirve el argumento de que los países pobres no pueden permitirse infraestructuras seguras y normas exigentes. Argelia no es un país pobre. Tiene formidables recursos energéticos, cuya exportación nutre las arcas del Estado, blindadas al escrutinio público. Es, eso sí, un país empobrecido desde hace muchos años por un régimen político opaco y cerrado. Una dictadura con fachada parlamentaria, teledirigida en la sombra por los militares, en la que los ciudadanos carecen de cualquier posibilidad de control o de hacer oír su voz. Salvo tumultuaria y desesperadamente, como en Bumerdés.
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