Los ayatolás en Irak
Los chiíes quieren organizar el Gobierno iraquí, tras la caída del régimen que les persiguió, sin tener en cuenta a Washington
A lo largo de los más de 13 siglos de persecuciones que constituyen su historia, los chiíes se han convertido en maestros de la paciencia, la capacidad de sufrimiento, la desconfianza y la taqía (disimulo). Pero nunca han renunciado al objetivo de construir una sociedad justa e igualitaria, liderada por sabios y virtuosos teólogos que ejerzan la regencia en nombre de Dios. Cada vez que han creído que ese objetivo estaba al alcance o cada vez que han sido pisoteados con particular brutalidad, los chiíes han mostrado una gran combatividad, incluida una abierta disposición al martirio, tanto en enfrentamiento abierto con el enemigo como en atentado suicida.
Chiíes, de la rama ismailita, eran los sicarios de la medieval Orden de los Hashishin, de la que deriva la palabra asesino; chiíes fueron los protagonistas de las dos únicas victorias contemporáneas del islam militante: la revolución iraní de Jomeini, en 1979, y la retirada de Israel de Líbano en 2000, conseguida por Hezbolá.
Los chiíes de Irak han demostrado que pueden ser tan apasionados como en Irán y Líbano
La autoridad que ha brotado de modo natural en Irak ha sido la del clero chií
Si Donald Rumsfeld y el Pentágono hubieran hecho bien sus deberes antes de lanzarse a la invasión y ocupación de Irak, tal como le recomendaban los sectores más instruidos de la CIA y el Departamento de Estado, por no hablar de Francia, Alemania, Rusia o Egipto, no ofrecerían ahora ese rostro de pasmo. Da la impresión de que los halcones de Washington están sorprendidos por descubrir que los chiíes de Irak desean una pronta retirada estadounidense y un Gobierno de la mayoría, o sea, de ellos.
Minoritarios en el conjunto del mundo musulmán, los chiíes son mayoritarios en Irán, Líbano e Irak, y si ya han conseguido marcar de modo decisivo la política en Teherán y Beirut, ahora aspiran a hacerlo en Bagdad. Y no sólo porque son más del 60% de los iraquíes, sino porque las tierras de la antigua Mesopotamia son la cuna de su particular versión del islam.
En árabe, chía quiere decir partido. En las guerras de sucesión que siguieron a la muerte de Mahoma, los chiíes fueron el grupo minoritario que tomó el partido de Alí, primo y yerno del profeta, y de sus hijos, frente a la familia omeya, que terminaría triunfando y haciéndose con el califato. Alí fue asesinado en el año 661 de la era cristiana y enterrado en Nayaf, en el actual Irak; su hijo Hussein también fue asesinado, en el 680, en Kerbala, en territorio iraquí. Y en el año 874, el duodécimo y último imam o guía del chiísmo, El Mahdi, desapareció en Mesopotamia.
Desde entonces, la principal rama del chiísmo espera el regreso de El Mahdi, al que creen oculto. A la espera de su reaparición, que supondrá el triunfo de la justicia y la igualdad en todo el planeta, los chiíes deben esforzarse por construir una sociedad islámica lo más perfecta posible bajo la guía de sus teólogos, esos maestros que ganan la condición de ayatolás por la calidad de sus enseñanzas y el reconocimiento de sus discípulos.
El gran ayatolá Al Sistani es la más alta autoridad religiosa del chiísmo iraquí y probablemente mundial. Vive y enseña en la ciudad de Nayaf, donde estuvo refugiado muchos años el ayatolá Jomeini, padre de la actual República Islámica de Irán. A lo largo de los siglos, las relaciones entre los chiíes de Irak, de lengua y cultura árabes, y los de Irán, de lengua y cultura persas, han sido intensas y fecundas. Aunque apegados en situaciones críticas, como la guerra entre Irak e Irán de los años ochenta, a sus respectivas identidades nacionales, los chiíes de ambos lados de la frontera se consideran parientes. Sadam Husein intentó prohibir sus relaciones y ahora los ocupantes estadounidenses parecen seguir sus pasos; unos ocupantes a los que el gran ayatolá Al Sistani ha pedido cortesmente que abrevien su estancia en Irak.
Al Sistani es un hombre cauteloso, que prefiere no inmiscuirse de modo evidente en política. Él instó a los chiíes del sur de Irak a no oponerse a la invasión, en aras del bien inmediato para esa comunidad que suponía el derrocamiento de Sadam. El tirano de Bagdad no sólo era un musulmán suní -los descendientes de los omeyas que triunfaron en las guerras por la sucesión de Mahoma, mayoritarios en el mundo islámico aunque minoritarios en Irak-, sino, mucho peor para los chiíes, un político baazista, de ideas seculares y nacionalistas. Así que el gran ayatolá Al Sistani y el resto del clero chií no lloraron la caída del hombre que había asesinado a tantos de los suyos. Con su pasividad, a los norteamericanos no les resultó difícil ganar la guerra frente al desharrapado Ejército de Sadam; pero les resultará imposible ganar la paz en contra de los chiíes.
En 1982, los chiíes de Líbano dieron la bienvenida con nubes de arroz a las tropas israelíes que invadieron su país. Los israelíes iban a por la OLP de Yasir Arafat, que se había convertido en el verdadero poder en Líbano y que los chiíes veían como una fuerza extranjera y opresora. Pero la luna de miel entre los victoriosos hebreos y los chiís locales duró poco. La invasión agudizó la descomposición del país y propició el nacimiento de Hezbolá, el Partido de Dios. Inspirado, organizado y financiado por Irán, y con la complicidad de Siria, Hezbolá se convirtió en la pesadilla de unos israelíes empeñados en mantener ocupada la franja más meridional de Líbano. A fuerza de atentados suicidas y de guerra de guerrillas, Hezbolá terminó consiguiendo, en 2000, la retirada israelí.
Con su concepto de guerra preventiva, George W. Bush se ha israelizado. Como lleva décadas haciendo Israel y bajo la influencia de entusiastas de Ariel Sharon como Rumsfeld, Richard Perle y Paul Wolfowitz, EE UU se reserva ahora el derecho de golpear allí donde percibe una amenaza, y en apenas dos años ya lo ha hecho en Afganistán e Irak. El corolario es la palestinización o libanización del mundo árabe y musulmán. Afganistán ya lo estaba antes de la intervención norteamericana y, pese a ella, sigue estándolo. En cambio, Irak era un país regido con mano de hierro, en el que ahora se multiplican los signos de desintegración en comunidades étnicas y religiosas, en tribus y barrios, en mafias y milicias.
Tras el hundimiento del régimen y mientras los norteamericanos organizan un sustituto, la autoridad que ha brotado de modo natural en Irak ha sido la del clero chií: los ayatolás de las escuelas teológicas de Nayaf y Kerbala y los predicadores de las mezquitas.
En las plegarias colectivas del viernes, ellos fueron los que, tanto en Bagdad como en las ciudades y aldeas del sur, instaron a los fieles a mantener el orden, solicitar la pronta retirada estadounidense, seguir la vía islámica y obedecer las instrucciones del Instituto Al Hawza, la asamblea del clero chií de Irak, cuya sede está en Nayaf.
En el populoso suburbio chií de Bagdad, antes llamado Ciudad Sadam y ahora rebautizado como Ciudad Al Sadr en recuerdo de un ayatolá asesinado por el dictador, el imam Jaber al Kafafi recordó "la prohibición del robo de bienes, terrenos y casas", instó a "devolver los coches sustraídos a particulares y los camiones arrebatados al Ayuntamiento", solicitó "el cierre de las discotecas y las tiendas que venden bebidas alcohólicas" y proclamó "la voluntad de crear un poder islámico elegido por un pueblo que ha sufrido tanto". Antes, el imam Mohamed al Fartusi, muy popular entre los dos millones de chiíes que habitan Bagdad, había aludido a las 36 horas que pasó detenido por las fuerzas ocupantes. "Los americanos", dijo, "me trataron peor que los esbirros de Sadam".
Los chiíes de Irak demostraron que pueden ser tan apasionados como sus correligionarios de Irán y Líbano cuando, por primera vez en muchos años, celebraron en libertad la fiesta conmemorativa del martirio de su venerado imam Hussein. Cientos de miles se congregaron en Kerbala y muchos practicaron las mutilaciones y flagelaciones que caracterizan estos rituales del dolor chií. Si los actos fueron esencialmente religiosos, no faltaron manifestaciones contra Estados Unidos. "No a Estados Unidos; no a Israel; sí al islam", corearon numerosos fieles. "No podremos aceptar nunca ningún Gobierno impuesto o dirigido por fuerzas extranjeras", advirtió Abdulaziz al Hakim, el hermano menor del ayatolá Muhamed Baqr al Hakim, líder del Consejo Supremo Iraquí para la Revolución Islámica, el grupo de los chiíes iraquíes más vinculado a Irán y que cuenta con 10.000 milicianos en su Brigada Badr.
En los actos de Kerbala, Ahmad Chalabi, el acomodado exiliado chií por cuyo liderazgo apuestan los sectores más conservadores de Washington, fue tildado una y otra vez de Alí Babá, o sea, ladrón. Al poco de su regreso a Irak desde el exilio londinense, el ayatolá Abdul Mayid al Joy, próximo a los anglosajones, fue asesinado a puñaladas en Nayaf. Los estadounidenses empiezan a comprender que han puesto sus posaderas en un avispero. Acostumbrados a sufrir, los chiíes pueden actuar con extrema violencia en situaciones dramáticas. Estados Unidos debería de recordarlo, porque lleva más de 20 años, desde el triunfo de la revolución de Jomeini, en conflicto crónico con esta corriente del islam.
El pulso entre la rama política y teocrática del más que milenario Partido de Alí y el imperio que Jomeini llamaba el Gran Satán comenzó en 1979, con la toma de rehenes en la Embajada de EE UU en Teherán. Aquello le costó la presidencia a Jimmy Carter. Siguió en 1983, cuando kamikazes de Hezbolá hicieron saltar por los aires la Embajada de Estados Unidos en Beirut -con la plana mayor de la CIA en Oriente Próximo en su interior- y el cuartel general de los marines en la capital libanesa. En ambos atentados murieron más de 300 soldados, espías y funcionarios norteamericanos. Luego, periodistas y otros civiles estadounidenses pasarían largos años como rehenes en las mazmorras de Hezbolá.
Como ocurre hoy en Irak, muchos de los chiíes libaneses eran laicos y hasta prooccidentales en los años ochenta. No obstante, Hezbolá se hizo inmensamente popular por su capacidad para ocupar el vacío de poder gubernamental, organizar con eficacia servicios de policía, enseñanza, sanidad y pensiones y encabezar la resistencia contra la ocupación israelí. Su autoridad moral terminó convirtiéndose en autoridad política. Los pueblos tenían horror al vacío, y especialmente los hambrientos y humillados.
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