Habla la epidemia
Hace dos o tres años, Malcolm Gladwell publicó un libro, The tipping point, traducido en España por Espasa, donde se mostraba de qué modo las cosas, llegadas a un punto crítico de influencia, se convierten en epidemia. Así ocurre frecuentemente con la ropa, el gusto por una marca, la locura por una actriz, un deporte o una melodía. El tipping point significa que algo, tras rozar un nivel fulminante, estalla en una metralla innumerable, convierte el detalle en circunstancia y crea a su alrededor, siendo enfermedad grave, un posible camposanto. Al tipping point temen hoy las autoridades sanitarias porque si un momento antes la neumonía asiática era un problema de llamativa inoculación, pasado ese límite se transforma en inundación y las medidas de socorro deben multiplicarse espectacularmente. ¿Sucederá también ahora?
A este SARS (síndrome respiratorio agudo grave, según sus siglas en inglés) se le denomina "neumonía atípica", aunque, no obstante, resulta ser lo más típico que se pueda imaginar. Prácticamente, cualquier elemento de nuestro tiempo sigue la protocolaria conducta de la SARS, y la globalización no es otra cosa que el efecto de una transmisión incontrolada de los modos de vida, los modelos de la cultura, los títulos de las películas, el sabor de las comidas, la arquitectura de los edificios, la organización del trabajo y las franquicias de cualquier clase, desde las casas de yerbas a las marcas de drogas y las páginas web. Directamente, la globalización es el máximo contagio del mundo como consecuencia de la poca asepsia en sus circuitos de comunicación.
Faltaba, sin embargo, algo más para que la homologación planetaria traspasara el círculo de las metáforas epidemiológicas. La relación mundial cubrió una notable etapa tras la Segunda Guerra Mundial; estrechó aún más su acercamiento con la creciente apertura de fronteras y los tratados de libre comercio; culminó su simultaneidad con el desarrollo de las comunicaciones y el éxito de la sociedad de la información, pero le faltaba por dar un paso decisivo: la unión de los cuerpos.
En el mundo hay cerca de cinco mil millones de aparatos de radio, más de tres mil millones y medio de televisores, alrededor de mil millones de teléfonos móviles. La humanidad puede considerarse altamente telecomunicada, pero ¿qué decir de la comunicación cuerpo a cuerpo? El virus es la respuesta. ¿Imposible el acercamiento de todas las carnes? El coronavirus de esta neumonía tiene la respuesta. Ahora podemos mostrar el mismo síntoma que un habitante de Singapur viviendo en Suiza, siendo alemán o regresando de Toronto. Puede discurrir por nuestro organismo el germen idéntico que atenaza al miserable en una aldea china con una renta per cápita de tantos euros como los que se gasta un europeo con el reflexólogo o el pedicuro. El virus, por fin, con su virulencia nos hermana; gracias a su poder mortífero nos moviliza; en virtud de su acción nos activamos.
Las autoridades sanitarias se desvelan para evitar que ese agente pueda desbordar las fronteras, pero es obvio que lo peculiar de esta amenaza ha sido el cruce de la linde animal para desplegarse en la residencia humana y que su vocación es la de seguir viajando sin fin, clonarse y copiarse indefinidamente del mismo modo que actualmente ocurre con los discos, las células cancerosas, los procesos de clonación, la incesante propagación de las ideas, las malas ideas, la pornografía, la pedofilia, la falsa democracia, el fanatismo, el bushismo, Harry Potter.
¿Neumonía atípica? Una vez que la globalización ha alcanzado su punto crítico en lo económico, en lo político y en lo cultural, los cuerpos se ven atraídos hacia lo orgánico. Nunca se ha resentido tanto la condición humana del individualismo y, frente a ello, el movimiento vírico, casi mortal, sería la reacción extrema. O bien: el virus vendría a suponer, ilusoriamente, la reacción más íntima contra la depauperada comunicación interpersonal; la virulenta réplica, en fin, del contacto más real frente a virtualidad de las comunicaciones.
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