Denzel Washington se une a la nueva generación de actores-directores
El último año ha sido el perfecto campo de cultivo para toda una nueva generación de actores que buscan su lugar tras la cámara. Denzel Washington y su debú con Antwone Fisher es el último ejemplo de una lista que incluye a George Clooney (Confesiones de una mente peligrosa), Matt Dillon (City of Goshts), John Malkovich (Pasos de baile), Nicolas Cage (Sonny), por no añadir a Kathy Bates, Ethan Hawke, Don Cheadle, Bill Paxton, Jennifer Jason Leigh o, incluso, Salma Hayek, que ha seguido dirigiendo para televisión El milagro de Maldonado tras su candidatura al Oscar por Frida. "¿Que cuál es nuestra motivación? La estupidez. Eso fue lo que me dijo en una ocasión Tom Hanks y lo definió bien. No es que sea lo más estúpido que he hecho, pero está cerca", afirma Washington con humor. Pasada la broma, este actor (con dos oscars y 47 años) admite que era un paso a dar. "Cada vez me he ido involucrando más en el desarrollo de los guiones que interpretaba y cinco o seis veces he sido productor de la cinta, así que era algo lógico", reconoce.
Clooney es algo más abrupto en su respuesta. Como él dice, es lo que pasa cuando actores de la talla de Denzel acaban en películas tan malas como John Q. "El sentimiento con el que acabas tras esas experiencias es que en tu próxima película quieres tener más que decir", explica Clooney. Ésa suele ser la razón principal que lleva a los actores a convertirse en directores: un ansia de control sobre una obra en la que de otra forma son meros agentes, por mucho caché que tengan. Claro que la consecución de este deseo tiene un precio elevado. Para empezar, el debut de un actor como director suele ser recibido en la industria con el mismo sentimiento que cuando las modelos se convierten en actrices: como si se tratara del capricho de niño mimado.
Los ejemplos de lo contrario son numerosos, como lo prueban los oscars conseguidos por Robert Redford en su debut como director con Gente corriente, en 1980; Kevin Costner con Bailando con los lobos, 1990; Clint Eastwood con Sin perdón (1992), o Mel Gibson con Braveheart (1995). Pero el estigma sigue grabado a fuego, en especial porque, por muy duro que sea reconocerlo, hay una máxima clara que diferencia a los actores-directores de un realizador novel: nadie le dice que no a una estrella. "Mi mayor preocupación era la de no poderle prestar toda la atención que se merecía a Derek", asegura Washington en referencia al protagonista de su película, el también principiante Derek Luke. Fue uno de los miles de agobios durante el rodaje, que recuerda como una maratón de preguntas que necesitaban ser respondidas. Al menos tenía una buena preparación, como considera sus 25 años de actor y la posibilidad que éstos le han dado de trabajar con directores como Jonathan Demme, Spike Lee, Norman Jewison o Richard Attenborough, a los que considera sus maestros. "Robé un poco de cada uno de ellos", admite. "Sigue habiendo una parte de mí que continúa aterrorizada con la idea de dirigir otra película", reconoce Washington, quien, pese al miedo, espera repetir la experiencia.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.