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Redefinir la seguridad

La preponderancia militar de Estados Unidos y Gran Bretaña no debe inducirnos a pensar que la estabilidad internacional pueda garantizarse por la fuerza. Si el sistema internacional quiere basarse en algo distinto al poder, los Estados tendrán que volver a la institución que construyeron: Naciones Unidas. Esta institución se enfrenta a una grave crisis. Debemos encontrar formas de resolverla o afrontar consecuencias terribles. Los debates acerca de Irak antes de la guerra y ahora en el período subsiguiente han demostrado que las potencias del mundo son incapaces de hablar entre sí en un lenguaje común. Esto se ha visto de la manera más dramática en las instituciones globales. Desde el principio de Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad ha sido responsable de la seguridad, y la Comisión de Derechos Humanos ha aspirado a proteger los derechos humanos. Sin embargo, en el caso de Irak, el Consejo ha sido, y al parecer sigue siendo, incapaz de ponerse de acuerdo acerca de la seguridad y del papel de Naciones Unidas. De modo similar, la Comisión de Derechos Humanos, que se aproxima al final de su período de sesiones anual de seis semanas, está demostrando ser casi incapaz de discutir sobre los derechos humanos.

¿Existe una forma de renovar, o de redescubrir, un lenguaje común que nos pudiera sacar del actual punto muerto? Yo creo que sí la hay, siempre que podamos cambiar de forma radical la relación entre la seguridad y los derechos humanos. El debate del Consejo de Seguridad versó sobre las armas de destrucción masiva, una cuestión clásica de seguridad, y sumamente familiar para el Consejo de Seguridad desde su inicio. Fueron incapaces o les faltó la voluntad de imaginar que su mandato se extendiera más allá de esa estrecha base. El debate del Consejo no trató sobre las muchas otras cuestiones de interés evidente para los miembros, como la falta de democracia en Irak o los horrores sistemáticos infligidos por su Gobierno a los oponentes políticos, reales o imaginados. El Consejo de Seguridad se vio incapaz de hablar acerca de un tema más amplio, que era cómo ocuparse de los peligros de seguridad planteados por un Gobierno que violaba flagrantemente los derechos humanos de sus ciudadanos y que, dada la tendencia que tiene la brutalidad a forzar sus límites, a continuación se dedicó a atacar a sus vecinos. Al final, la impresión fue que los principales participantes en el debate hablaban de una cosa mientras tenían otras en mente.

Quizá los miembros del Consejo de Seguridad pensaron que sería más propio abordar las cuestiones de derechos humanos en la Comisión de Derechos Humanos. Pero en el actual periodo de sesiones de la Comisión, muchos de los 53 Estados representados han estado alegando que ésta no debería considerar la cuestión de Irak, puesto que el Consejo de Seguridad ya lo estaba haciendo. Algunos mantenían que los asuntos iraquíes tenían que ver principalmente con la seguridad, no con los derechos humanos, y por tanto debían seguir siendo competencia del Consejo. Otra línea de argumentación sostenía que los derechos humanos en Irak eran esencialmente una cuestión relacionada con la guerra, dado el penoso coste de ésta en vidas de civiles, y no de las violaciones de los derechos humanos que precedieron durante largo tiempo al conflicto bélico. Sin embargo, el deseo manifiesto de la mayoría de los Estados, tanto en Ginebra como en Nueva York, ha sido evitar abrir una discusión sobre los derechos humanos en Irak. En las semanas anteriores al comienzo de la guerra en Irak, hablé con muchos de los protagonistas del debate del Consejo. Debería ser obvio, pero quizá merezca la pena mencionar que ninguno de ellos sentía animadversión hacia Naciones Unidas; ninguno quería que el Consejo de Seguridad no alcanzase un consenso sobre Irak. Lo que les faltaba era encontrar la manera de hablar acerca del problema -enmarcarlo políticamente- de forma que el Consejo de Seguridad pudiera alcanzar un consenso. El atolladero en la Comisión de Derechos Humanos es similar y quizás peor. Ambos foros de discusión carecieron de un modo de conceptuar la seguridad en cuestión de derechos humanos y reconocer que las violaciones graves de los derechos humanos constituyen muy a menudo el núcleo de la inseguridad interna e internacional.

No es un problema nuevo. Consideremos la lista de los últimos fracasos de Naciones Unidas, muy especialmente su incapacidad para evitar el genocidio en Ruanda y la masacre de Srebrenica. ¿Qué tenían estos en común? Eran emergencias graves, más tarde horribles matanzas, cuya naturaleza no encajaba en los esquemas conceptuales del Consejo de Seguridad y ni siquiera en los de la Comisión de Derechos Humanos. No eran amenazas a la seguridad internacional en el sentido en que el Consejo las reconoce y entiende convencionalmente, y la Comisión de Derechos Humanos tampoco fue capaz de producir algún impacto en su terrible avance. Este es el fracaso político distintivo de nuestra era: la incapacidad de comprender la amenaza para la seguridad que suponen las violaciones graves de los derechos humanos, y la incapacidad de lograr consensos prácticos a la hora de actuar contra tal amenaza. Sin duda ahora podemos ver, al contemplar la pérdida de miles de vidas en Irak, que el precio de nuestro fracaso se está haciendo mayor. Y ya era trágicamente alto.

Debemos recurrir a los Estados miembros de Naciones Unidas, especialmente a los que se sientan en el Consejo de Seguridad y sobre todo a China, Francia, Rusia, el Reino Unido y EE UU para lidiar con este fracaso y superarlo de alguna forma que se base en el examen de sus responsabilidades, no de sus rivalidades. Criticar a Naciones Unidas como tal por no alcanzar un consenso sobre Irak es equivocarse de plano. Cuando los Estados miembros enredan sus propias normas o desbaratan su propia arquitectura política colectiva, es un error culpar a Naciones Unidas o a su secretario general, cuyos buenos oficios no se emplean lo bastante a menudo. Kofi Annan ha abogado incansablemente en pro del consenso sobre estas cuestiones vitales, pero no puede forzarlo. Y yo tampoco estoy en situación de poder hacerlo en la Comisión de Derechos Humanos, cuyos mandatos son llevados a cabo por mi oficina, pero que yo no dirijo ni controlo. En ambos lugares, el poder reside justamente en los Estados miembros. Deben encontrar un modo de usarlo para tratar los derechos humanos como un factor esencial en la seguridad interna e internacional.

Los Estados miembros de Naciones Unidas tienen una oportunidad. Con sus últimas acciones, han puesto aún más de manifiesto algunas de las carencias de la institución que crearon (pero también puesto de relieve algunos de sus puntos fuertes). Todos los Estados, especialmente los miembros del Consejo de Seguridad, deberían aprovechar esta oportunidad para examinar sus relaciones como es debido y estudiar los medios que hay para llevar a cabo una reforma. Las definiciones disfuncionales de la seguridad han revelado su inutilidad en la crisis que envuelve actualmente a nuestro mundo. Actualmente, el pueblo de Irak, que ha sufrido durante tanto tiempo, es quien soporta principalmente el dolor, primero de la guerra y ahora de una paz refutada y polémica. Tiene que quedar claro que ha llegado la hora de que todos los Estados redefinan la seguridad global, para situar los derechos humanos en el centro de este concepto. Al hacerlo, todas las naciones deben ejercer su responsabilidad de manera acorde con su fuerza. Sólo entonces los Estados responsables, en lugar de los meramente fuertes, serán capaces de aportar una estabilidad duradera a nuestro mundo.

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