La rectificación
Resulta muy difícil escribir unas líneas para rectificar una información escrita y firmada por mí que -como todo lo que firmo en este periódico que es el mío desde hace veinte años- se publicó bajo mi entera responsabilidad el pasado día 11 de abril bajo el título de Periodistas en guerra. Es la primera vez que me veo obligado a hacerlo para mantenerme fiel a ciertos principios que he defendido en público e intentado respetar en mi trabajo. Siempre he sentido pena por aquellos que no saben reconocer sus errores, son incapaces de enmendarlos y suelen estar por ello condenados a repetirlos. Incluso quienes medran con tal hábito y se encumbran en el poder y la influencia infunden más temor que afecto o respeto. Este triste episodio lo demuestra una vez más.
Un documento en poder de El Mundo confirma, según la dirección de ese diario, que Julio Anguita Parrado "disponía de un chaleco de protección SI IIIA" que había comprado la empresa editora en un lote de seis. En mi artículo, pedía a los periodistas que habían hecho un desplante a Aznar que se plantaran "ante quien obligó a Julio a comprarse el chaleco antibalas con su dinero, lo que le impidió tener uno que le hubiera permitido cumplir los requisitos de seguridad que se exigía para sumarse al convoy que partía hacia Bagdad y abandonar el campamento donde murió". Disponía de varias fuentes que así lo afirmaban, incluida alguna en el diario de nuestro desafortunado compañero.
Todo parece indicar que me dieron un dato erróneo, no sé si con buena o mala fe, pero esto no puede ni debe servirme de excusa. Es ahora evidente que debería haber puesto más ahínco en confirmar el dato. Sin el cual, por cierto, el artículo habría sido prácticamente el mismo. Por eso probablemente me duele aún más este error. Varios colegas me recomendaron someter a mayor escrutinio la famosa factura. Me he negado a ello y la doy por válida e incontestada. No seré yo quien intente encubrir un desliz propio con supuestos montajes ajenos. Pido por tanto disculpas por este error a quienes se sientan afectados y en primer lugar a mi propio diario por haberle llevado a publicar un dato que, desmentido por el documento que obra en poder de El Mundo, no puedo reafirmar. La responsabilidad es mía. Eso sí, sólo ésa. Porque no soy responsable de que la dirección de ese periódico se sintiera aludida cuando hablaba de "periodistas a los que sus directores mandan a la guerra sin un miserable seguro". Existen, no lo duden. Pero yo no citaba a Julio.
Dicho esto, y sin ánimo de agitar aún más las turbulentas aguas del periodismo nacional, quiero compartir un par de reflexiones e interrogantes a las que me ha inducido mi error, así como las valientes declaraciones de Mercedes Gallego y las reacciones en general tras la muerte de Julio Parrado y José Couso. ¿Cómo pudimos, yo y tantos otros, considerar tan perfectamente verosímil la aberración que habría supuesto el hecho de que una empresa obligara a un periodista a comprarse su propio chaleco para ir a semejante guerra? ¿Cómo es posible que, pertrechado con tan excelente chaleco SI IIIA, "homologado por el Ejército israelí", Julio no pudiera sumarse al convoy hacia Bagdad?
¿Por qué el joven periodista no estalló en júbilo cuando el director de su periódico -según éste afirma en carta publicada en EL PAÍS el 12 de abril- le comunicó su ingreso en plantilla "el próximo 1 de mayo", máxime en un momento en el que se multiplican las bajas incentivadas? ¿Cómo logró Julio reprimir su felicidad y mantener en absoluto secreto tamaña buena nueva? Finalmente: ¿por qué me felicitaron tantos colegas -quizás más gente de El Mundo que de otros medios y mi propio diario- por ese artículo, a pesar de saber ya o comunicarles yo que contenía el imperdonable error de un dato no suficientemente contrastado que se me podía refutar con autoridad? ¿Por qué hay tanta gente allí y en todas partes que considera a Ramírez incapaz de decir una verdad que no le beneficie?
En todo caso, y aunque plagado de dudas, doy por errónea mi afirmación sobre el chaleco de Julio Anguita Parrado, reitero mi pésame a su familia y a sus compañeros de redacción, como a los de José Couso, y por mi parte doy por zanjado este triste episodio, dejando claro que sólo he rectificado una frase de un artículo de más de dos folios que me parece más actual hoy que cuando se publicó. Concluyo estas líneas expresando mi esperanza -confieso que frágil- en que no tengamos que lamentar más muertes de colegas, en que la obscena precariedad en la profesión sea un fenómeno pasajero, en que directivos y empresas sientan vergüenza cuando mercadean con cuerpos y tragedias y, finalmente, en que ciertas personas -recuperadas de tanto sollozo y santa indignación- no vuelvan a tener la osadía de hablar de deontología profesional. Porque ni un error ni mil merecen el castigo de la náusea permanente.
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