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La plaza de los errores

La plaza de las Glòries es emblemática del urbanismo fragmentario, conformado por productos urbanos, objetos aislados sin ninguna relación entre ellos ni con el entorno, que caracteriza a los últimos monumentos barceloneses. Por la lógica intrínseca de la trama de la ciudad, esta plaza estaba destinada a ser una especie de centro cívico, con piezas relacionadas entre sí, a la manera de los centros urbanos modernos proyectados por Le Corbusier o Mies van der Rohe, o a modo de los campus universitarios, como el de la UNAM en México DF: una serie de edificios articulados, de manera abierta, con reglas de composición explícitas -ya fueran neoplasticistas, racionalistas, tipológicas u orgánicas-. Tal como ha explicado el arquitecto Jaume Barnada en su tesis doctoral La ciudad como diagrama de lugares públicos (ETSAB, 2002), en un campus se pone énfasis sólo en alguna de las piezas singulares. Sin embargo, el conjunto de las Glòries es lo contrario: un depósito de objetos en el que todos pretenden ser los protagonistas y que han desarrollado su juego autista, precisamente, en torno a un nudo de circulación mal proyectado, una confluencia de flujos que adopta la forma de edificio compacto y cerrado, que en vez de unir se constituye en barrera.

De esta manera, las cuatro piezas principales destinadas a completar esta plaza siempre irresuelta, junto a un Auditorio y un Teatre Nacional que se dan la espalda, son un manifiesto de incoherencia.

Dominando el caos está la emergente torre Agbar, proyectada por Jean Nouvel. Como objeto, la torre será una joya, como relación con la ciudad es discutible. Además de ser la pieza más singular en la plaza de las Glòries, se erige, sin haber sido previsto por el planeamiento municipal, en el hito contemporáneo más importante de Barcelona, en uno de los puntos relevantes de su avenida más representativa, la Diagonal. La torre Agbar simboliza la apuesta que Barcelona ha hecho por los objetos aislados y por los rascacielos. El atractivo juego de luces en el muro cilíndrico de hormigón está calculado cuidadosamente de acuerdo con una lógica estructural y unos criterios de distribución e iluminación natural que sitúan más ventanas en el lado norte y menos en el sur. Con su juego aleatorio de las fachadas, en las que las ventanas convencionales se han convertido en una especie de ajedrez electrónico, el edificio se eleva con voluntad de enfatizar el orden de la ciudad. Sin duda, el recurso a firmas internacionales favorece la rapidez de operaciones, en la medida en que estos autores tienen menos en cuenta los estratos de la memoria del lugar y las condiciones sociales del entorno, aquellos ingredientes que enriquecen los proyectos haciéndolos participativos y comunitarios pero también más lentos y laboriosos. Ya sería hora que se debatiera esta tendencia actual: el encargo de los proyectos más representativos a firmas del star system internacional, sin tener en cuenta criterios de calidad arquitectónica, sólo atendiendo a la fama mediática. Si aceptamos estas reglas del juego, ¿por qué no se apuesta por la promoción internacional de los arquitectos catalanes?

Complementan el conjunto la pantalla sinuosa del edificio municipal, proyectado por Soriano y Palacios, un despropósito casi inconstruible, y el parque de Zaha Hadid, que en realidad es un caparazón que esconde el enorme bulto de la masa de un complejo de multicines.

El Museo del Diseño, con los espacios expositivos semienterrados, se erige en un voladizo sobre un nudo de tráfico que, aunque se considere inadecuado, el proyecto refuerza y consolida. A diferencia de las otras piezas, el Museo del Diseño es un proyecto en el que la voluntad del promotor municipal -Ferran Mascarell-, de los arquitectos -Martorell, Bohigas, Mackay- y del museólogo -Jordi Pardo- ha comportado una gestión abierta, participativa y didáctica. Pero a pesar de las buenas intenciones, la obra parte de premisas confusas. La primera, si es adecuado concentrar todos los museos dispersos creando un parque temático precisamente en un nudo tan inhóspito como Glòries, que favorece la asistencia masiva de operadores turísticos y que resta energía a los lugares de la ciudad donde están los museos que se van a trasladar. La segunda, un proyecto museológico flojo e indefinido. Unos puntos de partida tan confusos han llevado a una forma sin sentido: lo que emerge son las escaleras, las oficinas, dos salas para exposiciones temporales, el auditorio y el restaurante, y lo que queda semienterrado, camuflado y forzado por los condicionantes son precisamente todas las salas de exposición de las colecciones, los talleres, las galerías de estudio, el vestíbulo de entrada y la biblioteca -las piezas más importantes-, cuya configuración, infraestructuras e iluminación hubieran debido ser el punto de partida del proyecto.

Así las cosas, tendremos durante años un espacio central resuelto inadecuadamente, que del vacío creado por un nudo de vías rápidas, aquella isla de cemento que era hace 15 años ha pasado a ser la muestra del peor urbanismo barcelonés: la acumulación de objetos sin criterio compositivo, la suma de errores que no se ha sabido corregir a tiempo. Sintomáticamente, el único testimonio de vida real que tiene el lugar, los Encants vells, ha quedado marginado del proyecto en torno a la plaza.

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Sin el centro urbano ordenado como campus que hubiera podido ser y sin vida real, nos queda el consuelo de una torre espectacular, un poco montaña de Montserrat, un poco gaudiniana, un poco géiser, que emerge en esta Barcelona de principios del siglo XXI, más globalizada y cosmopolita, y también más genérica, anónima y amnésica que nunca.

Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de Composición Arquitectónica de la Universidad Politécnica de Cataluña.

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