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Columna
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Personas (humanas)

La novela Soldados de Salamina de Javier Cercas sitúa parte de su trama en la guerra civil española y, sin embargo, alude en su título a una batalla de la Antigüedad que enfrentó a griegos y persas. La opción de ese nombre la justifica el propio texto. A mí el título no puede parecerme más oportuno también por otra razón: porque la conexión de una guerra moderna con una vieja guerra lo que subraya es que todas las guerras son la misma. Están hechas de la misma sustancia de crueldad y codicia; desembocan en las mismas destrucciones personales y materiales; siembran idénticas semillas que, tóxicas e incluso venenosas, florecerán y seguirán floreciendo más tarde. E incluyen -que lo humano es así, doble y paradójico- lo mejor, muchas veces.

En Soldados de Salamina un miliciano le salva la vida a su enemigo. Y aquí valdría lo de peor enemigo, porque el salvado es uno de los máximos dirigentes del bando contrario. La búsqueda de las razones de ese gesto constituye la trama y la textura del libro. Lejos de las interpretaciones ideológicas e incluso psicológicas o de oportunidad histórica, ese gesto yo lo leo como una respuesta simple e inapelable -impulso primero y luego determinación- de la parte humana de ese soldado republicano.

La lectura de esta novela me hizo pensar enseguida en Los jardines de la memoria del escritor francés Michel Quint, que narra hechos reales sucedidos durante la ocupación de Francia por el ejército nazi. Bernhard Wicki, un soldado alemán -su biografía tiene otras claves, pero no quiero estropearles la lectura- se juega el tipo para ayudar a un grupo de resistentes detenidos. Les da su comida y roba para ellos. "Lo que os di anoche era mi ración de intendencia... Pero no puedo sisar siempre en el mismo lugar... Acabarían metiéndome a mí también en el agujero", les dice. El alimento no será el único apoyo que les preste.

Confieso haberme reído más de una vez de la expresión "persona humana"; haber ridiculizado su torpeza formal, parodiado su tosca redundancia. Sin embargo, ahora le encuentro un sentido a esa repetición, la tautología me resulta menos evidente. Porque las guerras exacerban la interrogación sobre lo humano, y al responder, evidencian la ausencia o la presencia de esa sustancia en cada cual. La guerra de Irak, que desde su fuente hasta esta desembocadura estamos siguiendo en directo, va dejando también muy claro quiénes albergan esa calidad humana, y quienes, por el contrario, por dentro sólo llevan su carencia, su hueco. Quiénes son, en definitiva, personas humanas; y quién componen únicamente un alguien.

Ha caído el régimen de Sadam Hussein. Se acerca pues el tiempo de los repartos, que va a incluir el de medallas -metafóricas y metálicas- y el de títulos honoríficos, porque para los guerreros es héroe el que mata o el que muere acatando la lógica del poder y la violencia. Mis héroes son otros: el miliciano de Salamina, el boche recordado por Quint; todos los que no se someten e, incluso en las peores circunstancias, anteponen la solidaridad a la fuerza, la compasión a la destrucción, la decencia al beneficio. Deciden responsabilizarse, de ese modo, de y por lo humano. Y la traducción de este adjetivo no tiene pérdida: preservar la vida, tender la mano, preferir los argumentos a los puñales, siempre.

El país está conmocionado por la muerte de Julio A. Parrado y José Couso. Y si es verdad que una muerte no vale más que otra, también es cierto que la muerte de un periodista es además simbólica; y que las muertes cercanas, conmueven y representan más. Y dicen más. La guerra ya había dejado al Gobierno español al descubierto, pero ahora su actitud -gélida, elusiva, insolidaria y cínica- ante estas muertes le deja al desnudo, sin prenda alguna detrás de la que camuflarse; en cueros vivos. Quiero decir, muertos, secos de humanidad; reducidos a la condición de apenas personas. A duras penas.

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