Cuba como efecto colateral
En la guerra de Irak, y en los conflictos generados a su alrededor, tiene lugar, también, el enfrentamiento entre dos maneras de entender el mundo y la política: los que provienen de la guerra fría y aquellos capaces de renovar su actuación ante los nuevos escenarios. Acaso serían propios de la guerra fría la insistencia de George W. Bush en perfilar un mundo bipolar en los bloques del Bien y el Mal o su manera de enfrentar el terrorismo. Al mismo tiempo, alianzas tan singulares como la de Francia, Alemania, China y Rusia, o las manifestaciones de los últimos meses, representarían la apertura de otros caminos hacia una nueva política global.
En Cuba, país que vivió bajo extraordinarias circunstancias la era comunista, y que hoy sobrevive bajo complicadas situaciones a la caída del imperio que la sostenía, resuenan también los ecos de las antiguas políticas junto a tímidos intentos de dibujar bajo otros planos la futura convivencia de ese país fracturado. Así, mientras el mundo clamaba por el fin de la guerra en Irak, se negociaba en el Congreso norteamericano el ablandamiento del embargo, y la disidencia interna había alcanzado unas cotas desconocidas de presencia internacional, la respuesta de "socialismo inamovible" dictada por el Gobierno cubano, el viejo estilo de la diplomacia norteamericana, y la posición cavernícola de la ultraderecha cubana de Miami (capaz de lanzar el pasado domingo una marcha a favor del bloqueo, de la guerra en Irak, y ¡contra el proyecto Varela, de la disidencia interna!) parecían retroceder a la edad de piedra del Muro de Berlín y devolver al país a sus opciones extremas de Patria o Muerte, Conmigo o Contra Mí, Intransigencia o Diálogo.
Como colofón a todo esto, una batida represiva con el saldo de ochenta presos de conciencia, jalonados entre la imprudente inmunidad de la diplomacia norteamericana y la absoluta impunidad del régimen cubano. Para los que, como es mi caso, entendemos que la disidencia con el Gobierno cubano no vulnera necesariamente la esperanza de una posibilidad progresista para el futuro, que izquierda y dictadura no pueden ser jamás sinónimos en una nueva política, y que la apuesta por la democracia en Cuba no puede hipotecarse, bajo ningún concepto, con una intervención militar de Estados Unidos, los recientes encarcelamientos resultan, si cabe, aún más desoladores y la respuesta ante ellos ha de ser aún más inequívoca.
Hay que denostarlos, con toda entereza, y abogar, sin el menor titubeo, por la inmediata liberación de esas ochenta personas. Si un Estado, con una concentración tan absoluta de poder como el cubano, no es capaz de tolerar ochenta voces discordantes, ello no es síntoma de su fortaleza, sino de una preocupante y provocadora debilidad.
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