_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Revuelta ciudadana, violencia y misiles

Poco podía imaginar José María Aznar hace unos meses, cuando se alineó definitivamente con las tesis de George W. Bush, que provocaría una revuelta ciudadana en la que se manifiestan unidos abuelos, padres y nietos y que en Cataluña ha significado, entre otras cosas, un resurgimiento sin precedentes del movimiento estudiantil, que muchos comparan con el de Mayo del 68 o con los momentos más críticos de la transición, cuando las universidades de Bellaterra y de Barcelona eran un hervidero de ideas, debates y siglas, con los grises a caballo acechando a diestra y siniestra. Poco podíamos imaginar quienes llevamos tiempo llamando a las movilizaciones contra la guerra en Irak que los balcones de Barcelona se llenarían de pancartas, que la sociedad sería capaz de movilizarse un día y otro, con multitud de pequeñas manifestaciones de 5.000 personas cada día, y esas mareas humanas en Barcelona de más de medio millón de catalanes un sábado y otro por la tarde, mientras por la mañana decenas de miles lo hacían en otras poblaciones de Cataluña.

Pero lo que es seguro que tampoco imaginaba Aznar, atrincherado como Sadam en su palacio y convencido también de tener la verdad absoluta, es que, a pocas semanas de las elecciones municipales, colocaría al partido, a sus militantes, cargos públicos y candidatos en una difícil situación de acoso social inaudita y que no se ha producido con la misma intensidad ni en el Reino Unido ni en Estados Unidos. Y es que la arrogancia del presidente y la obediencia ciega de sus diputados y ministros -obedientes y ciegos como los soldados que morirán por Sadam-, unidas a ciertas actitudes prepotentes y de permanente falta a la verdad, ha provocado un acoso sin precedentes a los políticos populares que tras incidentes como los ocurridos en Reus el pasado martes, con las agresiones a Alberto Fernández Díaz, ha encendido las alarmas sobre una posible ruptura social.

A mí, este acoso a locales y dirigentes del PP me recuerda al acoso que hubo en 1986 y 1987 en Cataluña contra los actos a los que acudía Narcís Serra, entonces ministro de Defensa, debido al cambio de postura en la cuestión de la OTAN y por el encarcelamiento de objetores de conciencia. Aunque en algunas ocasiones, a determinados miembros del servicio de seguridad del PSC se les iba la mano, los socialistas catalanes acogieron con una cierta humildad y un evidente sentimiento de culpa el rechazo del que eran objeto desde los movimientos pacifistas. Algo muy distinto de lo que hacen estos días José María Aznar, Federico Trillo y Ana Palacio, que acusan a quienes toman posición contra la guerra, bien de apoyar el terrorismo y el "eje del mal", bien de ser ignorantes y desconocedores de la realidad internacional.

El apoyo a la invasión de Irak, al lanzamiento de toneladas de bombas y misiles sobre Bagdad, pero sobre todo la manera y la arrogancia con la que Aznar ha apoyado la vulneración de la legalidad internacional han motivado esa reacción cívica que en algunos momentos puede escaparse de las manos y surgir actitudes violentas que el movimiento contra la guerra debe evitar a toda costa. Porque una cosa es que unos estudiantes lancen tomates contra la sede del PP, o viertan estiércol junto a la misma, o se abuchee a un político, y otra muy distinta las agresiones personales a unos políticos a quienes las urnas ya les pasarán factura muy pronto. Las agresiones personales, al igual que las injustificadas cargas policiales como las que se vivieron la pasada semana en Madrid, además de ilegítimas e indignas, lo que pueden provocar es la ruptura del movimiento, hacer que ciertos sectores se desvinculen de las protestas, que acaben esas imágenes de familias enteras, de abuelos con sus nietos acudiendo a la manifestación con una pancarta elaborada en casa con cartón o un trozo de sábana, escribiendo su propia consigna. Algo que da grandeza al movimiento social y que lo hace independiente de cualquier estrategia política.

Xavier Rius-Sant es periodista

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_