Arde Bagdad
Una nueva guerra se abate desde esta madrugada sobre Irak. Poco después de las 3.30 (hora peninsular española) se ha iniciado el bombardeo de Bagdad con misiles de crucero. Como colofón del fracaso diplomático, Estados Unidos ha entrado finalmente en combate contra el régimen de Sadam Husein con la sola compañía militar de Reino Unido y una simbólica presencia de Australia. De acuerdo con el guión de sus estrategas militares, sobre blancos escogidos del territorio iraquí ha comenzado a caer bombas guiadas por satélite y de misiles de crucero, lanzados por una formidable concentración aeronaval en el Golfo y países vecinos.
El objetivo de los primeros bombardeos es destruir centros neurálgicos del poder militar iraquí, sobre todo centros de comunicaciones y mando. Al ataque aéreo, que empezará a cobrarse inmediatemente numerosas vidas de inocentes -¡qué trivialización en los prolegómenos de la guerra la suerte de 25 millones de iraquíes!- le acompañará una invasión terrestre desde Kuwait por decenas de miles de soldados de élite estadounidenses y británicos. En esta hora dramática para la humanidad sólo nos cabe pedir que la campaña se salde con una rápida victoria militar que permita un pronto cese de hostilidades.
Antes de estallar el primer proyectil, esta guerra que nunca debió haber sido, iniciada en el más absoluto desprecio a la opinión pública internacional, ya se ha cobrado importantes víctimas colaterales. El presidente Bush y sus ideólogos ultramontanos han enterrado con su nueva doctrina estratégica el concepto de contención del enemigo, que funcionó mal que bien durante casi cincuenta años de guerra fría. En su lugar, en Irak ha quedado inaugurada ayer por la superpotencia la era del conflicto preventivo, una peligrosa teorización a la medida de las necesidades de un poder en expansión al que comienzan a venirle estrechas las costuras geopolíticas y militares consensuadas a lo largo de décadas. Como en el horizonte se perfilan otros focos de conflicto, se verá pronto si Irak es un caso excepcional o el comienzo, como temen incluso algunos de los socios de Washington, de nuevas ambiciones militares estadounidenses para conformar un mundo a su medida.
El ataque contra Irak, al que España aportará 900 soldados no combatientes, ha reducido a un esqueleto vacilante la relación de confianza entre EE UU y algunos de sus aliados occidentales, tan laboriosamente construida. Tanto la Alianza Atlántica, arco de bóveda de la cooperación militar de las democracias, como la Unión Europea han resultado convulsionadas por el desencuentro. El efecto final en la ONU y su órgano decisorio, el Consejo de Seguridad, reducido en la fase final de la crisis a un impotente altavoz de discrepancias, tardará algo más en apreciarse. La arrogancia imperial de George Bush, quien desde mucho tiempo atrás había decidido el uso de la fuerza, puede liquidar el papel de contrapeso de la asamblea mundial para reducirla, en el pos-Irak que se avizora, a una suerte de organización humanitaria a gran escala. Esta suerte de voladura controlada de las instituciones en las que Washington ha apoyado su política exterior durante medio siglo parece un precio demasiado alto por la cabeza de un miserable dictador.
Donald Rumsfeld y su estado mayor han publicitado hasta la saciedad la idea de un conflicto corto, preciso y contundente, capaz de doblegar inmediatamente al tirano de Bagdad evitando tanto como sea posible la muerte de civiles, los grandes perdedores de todos los conflictos muy tecnificados y cuyo sufrimiento infinito no suele hacer titulares en los medios informativos. Siguiendo ese guión, el ataque que ha comenzado, y para el que fuerzas especiales de EE UU y Reino Unido han acopiado durante semanas información desde el interior de Irak, debe ser mucho más parecido en sus fases decisivas a la invasión de Afganistán que a los 41 días de la primera guerra del Golfo. Pero se controla mejor el comienzo de los conflictos que su desenlace. Y esta segunda invasión de Irak, que un Bush oportunista hasta el último minuto ha caracterizado como el gran momento para la modernización de Oriente Próximo, está llamada a tener repercusiones mucho más allá del país atacado.
Los hechos demostrarán rápidamente si el bombardeo resulta tan decisivo como el Pentágono ha anticipado y a qué precio. La dependencia estadounidense de su incomparable poderío en los cielos podría ocasionar muertos incontables si se utilizan contra concentraciones masivas ingenios como la bomba prenuclear de nueve toneladas puesta a punto para esta guerra. En los planes de EE UU, las oleadas de cazabombarderos tácticos y helicópteros de ataque deben hacer el grueso del trabajo destructor y de apoyo al avance de la infantería. Mientras que el despliegue de las grandes divisiones mecanizadas desde Kuwait, la 3ª de infantería o la 1ª acorazada británica -una vez que Turquía ha bloqueado la invasión por el norte-, tiene por misiones básicas la ocupación de ciudades clave, el control de los pozos petrolíferos e impedir que la guardia republicana de Sadam acantonada en otras zonas pueda acudir en auxilio de Bagdad. Las tropas invasoras deberán moverse rápidamente para asegurar el territorio y abortar brotes de anarquía.
Si la contienda es corta y triunfal, quizá muchos de los renuentes aliados de EE UU vuelvan pronto al redil, sobre todo en el caso de que Washington pueda probar que Sadam tenía los mortíferos arsenales que estuvieron en el ya lejano origen del ultimátum. Y siempre que la Casa Blanca no olvide inmediatemente sus promesas, hechas al alimón con el Reino Unido, de impulsar decisivamente el apaciguamiento del conflicto palestino-israeli, una de las dinamos de la inestabilidad mundial. Pero si la lucha se prolonga, si las víctimas iraquíes y aliadas se multiplican, si se llega al combate por Bagdad y desaparece el presentimiento de paseo militar, todos los escenarios previamente dibujados pueden sufrir una convulsión. En Occidente se acentuará la percepción de EE UU como un poder irresponsable, y es poco probable que los martirizados iraquíes vean a Bush como un liberador si el derrocamiento de su sanguinario dictador se convierte en una lucha de proporciones inesperadas. En estas circunstancias, el fanatismo armado encontraría el cauce soñado para librarse a una oleada de terror.
Hay precedentes recientes de guerras cortas y relativamente quirúrgicas, como Kosovo, pero con enemigos y escenarios de naturaleza muy diferente. En el mejor de los casos, si Bush consigue vencer rápidamente, tendrá que ganar después la paz. Y eso será muy difícil en un país de las dimensiones y la fragilidad política de Irak sin contar con la colaboración de muchos de aquellos a los que ha ninguneado. El desafío que espera a EE UU en un Irak liberado es titánico en cualquier aspecto, comenzando por el de establecer la democracia. Además de un mar de petróleo, Irak es un rompecabezas religioso, tribal y de lealtades, un polvorín sobre el que Sadam, astuto corredor de fondo, ha reinado despiadadamente por la fuerza de los fusiles. Sus posibilidades de sumirse en el caos y el conflicto étnico son mucho mayores de lo que un poder tan ajeno como EE UU puede calibrar. La primera tarea de Washington, una vez culminada su conquista, debe ser la entrega a la ONU de la administración del país asiático.
Lo crean o no Bush y sus asesores íntimos, Washington necesita de amigos y aliados. No puede ejercer de policía universal en solitario para desempeñar los trabajos de Hércules que se ha propuesto, se trate de controlar a los ejes del mal o de combatir las redes del terror fundamentalista. Su fiasco diplomático en Irak, donde acaba de encabezar la segunda guerra del Golfo con una mínima coalición combatiente -frente a los 29 países que se alinearon con George Bush padre en 1991- , debería enseñar a la Casa Blanca que una de sus urgencias es recomponer sus relaciones con medio mundo en cuanto se extinga el eco del último disparo de esta desgraciada guerra nacida con la primavera. Esos vínculos han sido dañados en algunos casos hasta extremos irremediables por la arrogancia con que se ha planteado un desafio que comenzó siéndolo por el bien de la humanidad y ha acabado estallando como cumplimiento de alguna oscura promesa que el presidente estadounidense se hiciera a sí mismo, hace mucho tiempo, consistente en que en el mismo mundo no podían coexistir George W. Bush y Sadam Husein.
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