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MAGNICIDIO EN BELGRADO
Columna
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Algo más que un magnicidio

¡Pobre Serbia, tantas veces condenada a la tragedia, cuando no enamorada de la misma! Muchos serbios habrán compartido ese primer pensamiento al enterarse del asesinato, a las puertas de sus oficinas, del primer ministro serbio, Zoran Djindjic, que encarnaba la gran esperanza de hacer de Serbia "un país normal", sin agorafobias y libre de los mitos y los miedos que han mantenido a sus compatriotas sumidos en el subdesarrollo y el odio. Quería liberar a Serbia del sentimiento trágico y mostrarle las ventajas de una sociedad libre en un Estado de derecho. Él era, personalmente, el vínculo más fuerte de su país con las clases políticas y las instituciones de la Europa desarrollada que tan bien conocía. Como era el mayor activo para el acercamiento de Belgrado a la misma.

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Djindjic deja un vacío de poder en Serbia

Era Djindjic un líder atípico para una Serbia que, desde la muerte del caudillo Josip Broz Tito, no conocía como dirigentes más que a aparatchiks de origen campesino y finalmente a Slobodan Milosevic. Durante una cena hace años, cuentan que Slobo dijo que Djindjic no le preocupaba nada porque era demasiado culto y refinado y el serbio de fuera de Belgrado jamás le seguiría. Un filósofo que había estudiado en Belgrado y encima en Alemania, en Constanza y Francfort, allí con Jürgen Habermas, jamás recibiría el apoyo de la Serbia profunda. No fue así, y fueron cientos de miles los serbios de provincias que acudieron a Belgrado a las manifestaciones que encabezaba Djindjic y que acabaron con el régimen de Milosevic en octubre del año 2000. Y fue Djindjic, ya como jefe de Gobierno, sin consultar al entonces presidente de la República, Kostunica, aliado circunstancial antes y ya feroz enemigo, quien sacó una noche a Milosevic de la cárcel, lo metió en un avión y lo envió a La Haya. Por aquella acción, que no carecía de riesgo entonces y quizá le haya costado ahora la vida, Djindjic se merecería un busto en la entrada de la sede del recién estrenado Tribunal Penal Internacional.Era muy ambicioso, valiente y mal adversario político. Pero los enemigos que él se granjeó en los últimos años eran realmente lo peor y además multitud. La tupida red de conexiones del crimen organizado con la policía corrupta, funcionarios de empresas públicas amenazados por la reforma, leales a Milosevic, sicarios del fascista Vojislav Seselj -hoy también en La Haya-, otros criminales de guerra que temen su extradición, con Ratko Mladic a la cabeza, hace difícil identificar a unos solos autores e instigadores. El legado envenenado del régimen criminal y cleptócrata de Milosevic ha acabado con la vida de Djindjic. Sólo cabe esperar que no acabe con las aspiraciones democratizadoras que encarnaba. Porque no debe caber duda de que ésa es la intención de los asesinos.

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