Choque de legitimidades
Después de las inmensas manifestaciones contra la guerra en Irak, y una vez conocido el contenido de las encuestas, la cuestión sobre la "legitimidad" de la política del Gobierno ha pasado al centro de la atención pública. Desde los inicios de la transición no se recuerda, en efecto, un divorcio tan extremo entre opinión pública y liderazgo político sobre una cuestión de tanta trascendencia. No es posible olvidar que el alineamiento sin fisuras con la posición de Bush fuera y dentro de la ONU tiene la virtualidad de vincularnos a todos como nación y afecta a algo tan decisivo como es nuestro papel en la misma construcción de Europa. Es más, quiebra el modelo de Europa con el que estábamos comprometidos. En una democracia normal, todos estos pasos, que suponen sin duda una flagrante ruptura del tradicional consenso en política exterior, deberían ir arropados por el mayor consenso posible entre todas las fuerzas políticas y gozar de amplio apoyo popular. Exactamente lo contrario de lo que es el caso.
Tampoco es irrelevante el hecho de que el protagonista directo de esta creciente desafección, el presidente Aznar, no habrá de rendir cuentas después en las próximas legislativas. O, en todo caso, lo hará por persona y partido interpuestos. Desde luego, el ejercicio de eso que llamamos la "función de liderazgo" autoriza a quien lo ostenta a separarse del sentir mayoritario cuando sus convicciones o su análisis de un determinado problema político así se lo impongan. Pero, en todo caso, estará obligado después a sujetarse al juicio y dictado definitivos de la ciudadanía. Este particular ejercicio de liderazgo de Aznar recuerda al de los presidentes de EE UU que se hallan al final de su segundo mandato: puede permitirse el lujo de actuar prescindiendo olímpicamente del sentir popular.
Con todo, el presidente del Gobierno llevaba razón cuando afirmó la semana pasada en las Cortes que posee la "legitimidad de las urnas". Pero se equivocaba cuando sostenía que ésta es la única posible en una democracia representativa. O, lo que es lo mismo, un Gobierno legítimo sí puede deslegitimarse. Una cosa es la legitimidad y otra distinta es la legitimación. La primera se refiere a la "validez legal" de las actuaciones políticas y a la congruencia de todo ese conjunto de reglas que sostienen la legalidad democrática con los valores sostenidos por la ciudadanía. La legitimación, por su parte, tiene que ver con el apoyo que, de hecho, es capaz de alcanzar un sistema político o determinadas decisiones políticas. Nadie pone en cuestión que estamos ante un Gobierno legítimo y que sus actuaciones, por muy extravagantes que puedan ser, no son ilegítimas. Para que así fuera debería haber habido alguna ruptura de las reglas, de las normas que regulan el ejercicio del poder, cosa que no se ha producido. Como tampoco ha habido una deslegitimación del marco normativo básico que sostiene el sistema político como un todo. La deslegitimación afecta aquí a sus decisiones sobre la crisis de Irak y puede objetivarse, como decíamos al principio, tanto por la trascendencia del tema como por la dimensión de las manifestaciones y los resultados de las encuestas. No hay que olvidar que estas últimas tienen la gran virtud de permitirnos acceder a la opinión de quienes, por las razones que sean, no se movilizan políticamente. Aunque, como bien señala Pippa Norris, la gran experta mundial en este tipo de cuestiones, el activismo político ha salido hoy ya en la mayoría de los países democráticos fuera de los canales tradicionales de los que se venía valiendo (a través de asociaciones, sindicatos, partidos) y está todavía a la espera de encontrar un cauce más eficaz para relacionarse con el núcleo del sistema político.
Es evidente que Aznar cuenta con una re-legitimación de sus actuaciones al haber anticipado una guerra rápida, relativamente incruenta, y con el premio de una potenciación de nuestro papel internacional. Está por ver si es así. De lo que no me cabe ninguna duda es de que, al final, serán los ciudadanos quienes tengan que recomponer este sorprendente "choque de legitimidades".
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