Misión imposible
Eran muchos los embajadores árabes en la casa -llámenla embajada si quieren- de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Madrid hace unos días. Habían acudido para dar la bienvenida en una magnífica cena, repetida, al embajador del Reino de Marruecos, Mohamed Baraka, al que todos aprecian como persona pese a que casi todos desconfían de su régimen. No es el único que carece de la confianza de quienes se dicen sus amigos. Sirios e iraquíes, libaneses y árabes saudíes, por no hablar de palestinos hospitalarios pero vapuleados, ven más peligro y traición entre ellos que en todo el mundo exterior.
Una reunión de representantes de países árabes es siempre una gran ceremonia de la desconfianza, por mucha sonrisa que prolifere. Se temen y se odian, los rencores son profundos como los barrancos del Rif -es curioso cómo gente tan poco distinta se antoja a sí misma tan diversa y enfrentada-, y eso no hay doble beso protocolario, sonrisa amigable ni halago cortés que lo remedie. Ni entre diplomáticos.
Una decena de embajadores de países de cultura islámica y alguna decena más de diplomáticos y observadores políticos cenando juntos en Madrid, sabiéndose en el umbral de una guerra que todos saben que no evitarán tontos bien o malintencionados, gente buena, pacifistas convencidos y algún racionalista que teme con mucha razón las acciones de iluminados protestantes con demasiadas armas y hartazgo de poder.
Pero ni escudos humanos, socialdemócratas alemanes, manifestantes diversos, ni los mayores apologetas que a Jacques Chirac le han salido en la izquierda sempiterna -tiene gracia, diría Mitterrand- van a evitar la intervención militar. La realidad es muy terca y lo que no puede ser es además imposible. Habrá intervención militar y cada cual tiene que hacer, con urgencia, sus apuestas.
El presidente del Gobierno español, José María Aznar, la ha hecho y nada indica que le vaya a salir bien. El jefe de la oposición, Rodríguez Zapatero, no lo tiene mejor por mucho que se vea hoy meciéndose en manifestaciones. Es posible que la política callejera de los socialistas no acabe cundiendo lo que algunos piensan. También lo es que la apuesta a una sola carta de Aznar acabe fumigando a sus sucesores potenciales. En todo caso, creerse capaz de funambulismos en Oriente Próximo es harto arriesgado. Si Aznar se cree realmente capaz de encauzar un proceso de paz en Palestina con el Gobierno israelí que Ariel Sharon nos presenta ahora es que realmente ha perdido la noción de la realidad.
Los siempre sonrientes comensales árabes en la cena del norte de Madrid coincidían probablemente sólo en un cosa, y es que las ofensivas en Gaza de los pasados días son sólo un aperitivo de la gran mordida que un nuevo Gobierno de Sharon prepara en Gaza y Cisjordania, aprovechando lo que podría llamarse el despiste internacional cuando los norteamericanos y sus pocos aliados entren en Irak. Hay quien piensa que Washington no permitirá a Israel proclamar a las bravas la anexión de estos territorios. Hay quien no está tan seguro al respecto. Hay quien está convencido de que lo hará. En todo caso, lo evidente es que ni hay posibilidad de presentar un plan creíble de paz en Palestina hoy ni lo habrá hasta que el gran proyecto de reordenación de Oriente Próximo que se ha fraguado en Washington tenga éxito o fracase estrepitosamente. Todo son apuestas. Muy duras. Muy fuertes. Muy dramáticas. Pero los planes para una continuidad política estable a partir de un desenlace absolutamente incierto no son más que quimeras. Lastimosas unas. Obscenas las otras por el peso de la sangre derramada antes y después de la aventura.
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