No hay ningún mandato
El candidato Bush no ganó el voto popular en las elecciones de 2000 por un margen de más de 500.000 ciudadanos. De hecho, hizo falta una resolución partidista del Tribunal Supremo para adjudicar al candidato Bush los disputados votos del colegio electoral de Florida, un Estado donde su hermano controlaba la maquinaria política como gobernador. En lugar de ver esta "resolución" de las elecciones de 2000 como una oportunidad para buscar y construir un consenso nacional, el presidente Bush, bajo el pretexto de un "conservadurismo compasivo", creó su propio mandato autoproclamado y fundamentalista a la derecha del centro, que hasta el 11 de septiembre de 2001 cosechaba unos decepcionantes resultados entre la opinión pública en lo que respecta al crecimiento económico, los hechos delictivos empresariales, la política energética nacional y el lugar de Estados Unidos en la arena mundial.
Estados Unidos está despilfarrando su capacidad de inspirar al mundo
Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 dieron la vuelta a todas las apuestas y Bush se convirtió en presidente de facto en tiempos de guerra. Como era previsible y admirable, la opinión pública estadounidense cerró filas tras sus líderes y apoyó la guerra en Afganistán como medida de represalia, el consiguiente rearme militar-industrial y la sucesiva abrogación de las libertades civiles en nombre de la seguridad nacional. A primera vista, Estados Unidos pudo expulsar a los talibanes de Afganistán en lo que se refiere a capturar unos pocos líderes y liberar Kabul, pero el jurado aún no tiene muy claro si Estados Unidos será capaz de conseguir alguna paz duradera.
Actualmente, en el entorno político nacional de Estados Unidos, las alertas nacionales están codificadas por colores, los diversos servicios secretos se empujan unos a otros para anunciar diariamente posibles amenazas, como en una democracia en tiempos de guerra en pie de igualdad con Londres durante los ataques de los cohetes alemanes V-2, o Israel desde su nacimiento. Durante las elecciones de mitad de mandato en 2002, el presidente Bush optó inteligentemente por asegurarse la victoria del voto popular que le faltó en 2000 envolviendo todas las cuestiones económicas y sociales con los colores patrióticos del 11-S, como presidente que lidera una nación sitiada y al amparo de Dios, salvo por el hecho de que la "libertad y la justicia para todos" han desaparecido.
En noviembre de 2002 no había que hacer ninguna reflexión para votar por el patriotismo en un país que sufría el ataque territorial más violento desde Pearl Harbor y el primer asalto continental desde la guerra civil. Sin embargo, pretender que los resultados de las elecciones de mitad de mandato son una clara victoria de las políticas republicanas y de los candidatos al Congreso, deja gran parte de la realidad política contemporánea en la trituradora nacional. El mensaje de Bush previo a las elecciones se centró en el redoble de los tambores de guerra y en la transferencia de la creciente inseguridad nacional estadounidense respecto a la incapacidad del Ejecutivo para localizar y capturar a Osama Bin Laden, a un enemigo perfectamente reconocido y fácilmente localizable (el Irak de Sadam Husein), íntima e históricamente relacionado con las fortunas políticas y económicas de la familia Bush.
En 2000 no había ningún mandato del pueblo estadounidense para nada, excepto una economía saneada y un nivel más elevado de moralidad personal en la Casa Blanca. Aquellas elecciones terminaron en empate total y el ganador se benefició de un juego interno de jueces nombrados que se propasaron en una dirección que sentaba precedente con sonoras insinuaciones políticas de extralimitación por parte del poder judicial. En noviembre de 2002 no había ningún mandato del pueblo estadounidense, excepto para garantizar y reforzar la seguridad nacional a fin de detener a los terroristas invisibles cuyo odio calculado de su país mistifica y aterroriza. No había ningún mandato nacional para destruir el consenso de la OTAN que tanto había costado conseguir; ni para interrumpir deliberadamente la vacilante marcha de la Unión Europea hacia la integración política tras siglos de derramamiento de sangre, pagado en gran parte con cadáveres estadounidenses; ni para repudiar el trabajo de cientos de naciones en el Protocolo de Kioto; ni para burlarse de la Corte Penal Internacional; ni para mezclar la Iglesia con el Estado de una forma completamente incoherente con los impulsos sociales históricos estadounidenses y con los principios políticos fundadores, que proclamaban la tolerancia y los derechos civiles dentro del contexto de un Gobierno secular.
Como consecuencia de esas estrategias tan extremas ante cuestiones altamente complicadas, la Administración de Bush ha logrado aislar a Estados Unidos del consenso mundial, reduciendo así al país a sus niveles máximos de percepción pública de inseguridad física y paranoia nacional desde la supuesta llegada de los ataques de los submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. En lugar de refugiarse bajo los pupitres escolares de los años sesenta para resistir a los ataques nucleares soviéticos, ahora se aconseja a los estadounidenses que compren cinta aislante y botellas de agua ante la perspectiva del terrorismo biológico de Al Qaeda procedente de fuentes invisibles. No hay ningún mandato del pueblo estadounidense para suscitar tanto odio mundial hacia su país, ni tampoco para que se dé por hecho que la protección de la nación justifique el ponerla en peligro por motivos ideológicos basados en la fe religiosa fundamentalista concreta de alguien y en las ideas políticas derivadas de esa fe.
Ahora, más que nunca, hay un mandato para que se plantee y se responda aquella pregunta política que Ronald Reagan hizo famosa ("¿nos va mejor ahora que hace cuatro años?"), pero puede que tanto la pregunta como las respuestas choquen con las yihads y los cacheos de la nueva censura incubados afanosamente por el actual fiscal general de Estados Unidos. Ahora, los ejes del mal del presidente Bush pasan por todos los cuartos de estar de Estados Unidos y se cruzan con las vidas diarias de todos. Estados Unidos está despilfarrando su capacidad exclusiva de inspirar al mundo y, en cambio, da fe de unos mandatos políticos imposibles de verificar sin otra cosa que el terrible hecho del 11-S como razonamiento masivamente aceptado para dividir, espantar y excomulgar a esos hijos menores de unos dioses menores que viven en otros lugares.
Michael Peck es consultor en relaciones España-Estados Unidos.
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