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DESAPARECE EL GRAN MAESTRO DE LA COMEDIA ITALIANA
Columna
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Ciao, mostro

Federico Fellini, en una escena de Roma (1971), le hizo decir al escritor Gore Vidal: "No es por casualidad que la Iglesia, el Gobierno y el cine estén aquí; todos son fuentes de ilusión". Más de tres décadas después, puede decirse que ya sólo queda la Iglesia. El Gobierno ha sido poseído por Berlusconi, y en cuanto a la escuálida cinematografía italiana, acaba de despedir al último de sus monstruos. De Alberto Sordi, Albertone, echaban pestes directores, productores y actores que tuvieron que trabajar con él y aguantar sus caprichos, sus pesadeces y enredos. Pero eran pestes admirativas. Cuánta humanidad transmitió a los parias, a los infelices, a los catetos, a los sinvergüenzas que interpretó. Cómo fue Italia, y más que Italia, Roma. También él, ciudadano de la ilusión.

Trasteveriano, claro. Su voz, su acento romanesco, justifican por sí solos que existan las salas de exhibición en versión original. Y quienes nada más le hayan visto actuando con voz prestada no pueden imaginar lo que perdieron. Aunque nos quedará su rico repertorio gestual, a uno de cuyos coloristas ingredientes se refiere Vittorio Gassman en sus memorias: "Alberto decanta una de sus sapientes pausas, luego se dispara con el clásico ademán romano, el brazo derecho doblado y el codo, sobre el izquierdo". Ocurrió varias veces, durante el rodaje de La Gran Guerra. Gassman dice de él: "Un gran cómico y un partner estimulante... Era un combate. Sordi es un profesional con la patada siempre a la espera, ¡ay de quien le ceda puntos!".

Formado en el vodevil, especializado en torpes. Cuando aún no era nadie, Alberto Sordi ya había desarrollado una gran dureza. La que dan los camerinos mugrientos en teatros perdidos; la que dan los números de variedades interpretados como prólogo a las películas o en los intermedios. Fue vanidoso desde el principio, desde antes de que Fellini le eligiera para protagonizar El jeque blanco no sólo porque le admiraba y porque eran amigos; sobre todo, porque nadie podía igualar la enorme cara grotesca de Sordi y su expresión huidiza. Por entonces, y las cosas siguieron así durante unos años, el futuro Albertone, a quien se consideraba demasiado feo y demasiado bobo, pasaba por ser "veneno para la taquilla". Con el tiempo, muchas películas en las que intervino (estoy pensando en la tonta El conde Max, con una deliciosa interpretación suya) sólo se aguantan porque Sordi está en ellas.

Mi Albertone favorito es el de Una vida difícil (Dino Risi, 1961), unido en matrimonio a la hermosa Lea Massari y perfecto representante de la Italia aupada por el desarrollismo, la Italia que saltó de la miseria a la nada y por el camino lo perdió casi todo, incluido el cine. Aunque también me gusta el infeliz compañero de Vittorio Gassman en La Gran Guerra, desertor y héroe desconocido; y el de Todos a casa, y el esnob gangoso de Los nuevos monstruos, y el tremendo gondolero con camiseta a rayas de Venecia, la luna y tú.

Pero dejen que me interrumpa unos instantes para gozar, con un ataque de hilaridad incontenible, del recuerdo de Sordi il dentone, en aquel episodio de Los complejos en que, con un teclado de piano por sonrisa, aspira a ser presentador de telediarios en la RAI... y lo consigue.

Sí. Permitan que termine de escribir en su memoria, pues me matan las ganas de volver a ver sus películas, de reír y llorar nuevamente con Albertone, trasteveriano mimado e hijo de su mamma.

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