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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Juez y parte

Tres meses después del accidente del Prestige llega por fin una señal tranquilizadora del Ministerio de Fomento. Para demostrar su disposición a llegar hasta el fondo, caiga quien caiga, el ministro ha encargado una investigación sobre lo ocurrido; eso sí, una investigación interna, confidencial y que correrá a cargo de los mismos responsables de la Dirección General de la Marina Mercante que, junto con el ministro, tomaron la decisión de mandar el barco a alta mar.

Apenas pasa una semana sin que Álvarez-Cascos saque pecho por habernos librado de una "catástrofe ecológica inimaginable" llevándose el buque lejos. Pero si tan convencido está de lo impecable de su actuación, ¿por qué tanta resistencia a una investigación parlamentaria? La gente es de natural desconfiada y, tal vez, le resultarían más creíbles las conclusiones de un grupo plural de investigadores que las que alcancen sobre sus propias decisiones los responsables de Fomento tras esa especie de examen de conciencia al que les ha invitado Cascos.

A estas alturas ya nadie duda, ni siquiera el Gobierno, de que el Prestige ha ocasionado una de las mayores catástrofes ecológicas de Europa. El propio ministro la calificó acertadamente como nuestro Chernóbil ante sus colegas europeos. El chapapote se ha convertido en una parte siniestra del paisaje de algunas zonas de la costa gallega y el peligro latente continúa a 3.800 metros de profundidad y a 250 kilómetros de las Rías Bajas. Decenas de miles de personas sufren directamente las consecuencias económicas, ecológicas y hasta sentimentales.

Privar a los ciudadanos del derecho a conocer la verdad de lo que pasó desde el 13 de noviembre dice muy poco de las convicciones democráticas de los gobernantes. Y difícilmente se podrá confiar en que la próxima vez no ocurrirá lo mismo sin que alguien que no sea juez y parte esclarezca unas decisiones condicionadas por criterios discutibles: los intereses de las compañías privadas de salvamento, por un lado, pero también los puntos de vista de una Administración que no quiso enfrentarse a conflictos inmediatos. ¿Quién habría admitido el barco en su puerto?, preguntaban los primeros días; como si gobernar no implicase asumir a veces responsabilidades impopulares.

Nadie puede ser culpado eternamente por un error. Pero cuanto más tarde el Gobierno en poner los medios para que se investigue, sin considerarlo un secreto de Estado, más difícil será que se den por satisfechos los numerosísimos afectados que exigen responsabilidades. Creer que eso se resuelve tachando de marginales pro-etarras a los que piden claridad revela grave ceguera.

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