La fe marca el paso de Bush
El fanatismo religioso de la actual Administración de EE UU determina su estrategia en Oriente Próximo
Estados Unidos es un país religioso. De sus 281 millones de habitantes, 168 millones forman parte de alguna iglesia y 158 se declaran cristianos. Más de 200 canales de televisión y unas 1.500 emisoras de radio basan su programación en la Biblia. Pero incluso en una sociedad tan rica en fe, las continuas invocaciones a Dios del presidente George W. Bush y sus vínculos ideológicos con los grupos teocráticos más extremistas empiezan a causar inquietud.
La religión se está mezclando con la política y la ultraderecha cristiana, núcleo del actual partido conservador, no es ajena a una estrategia para Oriente Próximo basada en la tradición bíblica apocalíptica. Bush simpatiza con esos grupos ultrarreligiosos, lo que permite preguntarse si Dios tiene algo que ver con la guerra en Irak.
"Bush sólo ha mencionado una vez la palabra 'cruzada', pero temo que las ideas subyacentes en ese término formen una parte importante del discurso del presidente, y creo que las tesis de Samuel Huntington en El choque de las civilizaciones (un ensayo de 1993) son esenciales en ese discurso", comenta Harry Heidi, profesor de Religión en la Universidad George Washington. Según la tesis de Huntington, el siglo XXI será el siglo del conflicto entre distintas tradiciones culturales y religiosas. Resumiendo, el choque del cristianismo y el islam. Esa idea ejerce gran influencia en el sector más laico de la actual Administración estadounidense.
El sector más religioso de la Administración prefiere leer la Biblia y, de ella, los pasajes predilectos de las congregaciones evangélicas: los referidos a la batalla final, el Armaggedon. Esa batalla final ha provocado una extraña alianza entre los judíos conservadores y los cristianos ultraconservadores, ya que, según la tradición apocalíptica, la Segunda Venida del Mesías sólo ocurrirá cuando Israel recupere la plenitud. Tras el regreso de Cristo debe producirse la gran batalla entre el Bien y el Mal, paso previo al establecimiento del reinado directo de Dios sobre el mundo. Relacionar el Armaggedon con las formulaciones estratégicas de la superpotencia puede sonar a disparate. Hasta una revista tan laica, escéptica y proamericana como The Economist reconoce, sin embargo, que no debe descartarse que el apoyo sin matices de Estados Unidos al Israel expansivo de Ariel Sharon derive de las creencias apocalípticas.
La agresividad contra Sadam Husein y el uso de términos como "mal" o "maldad" para referirse a regímenes enemigos es una expresión más de las raíces religiosas de la cosmovisión de Bush. También ayuda que haya elegido a un teólogo, Michael Gerson, para que redacte sus discursos. El portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer, admite que el "renacimiento religioso" del presidente, que le ayudó a dejar la bebida a los 40 años, "cambió su personalidad".
Cuando George W. Bush dice que "la fe ayudará a resolver los más graves problemas de la nación", cita al profeta Isaías para lamentar la catástrofe de la nave Columbia, abre las reuniones de su Gabinete con una oración o congrega al personal de la Casa Blanca en un hotel para realizar ejercicios espirituales, pocos estadounidenses se extrañan. Hasta los dólares llevan una invocación a Dios. Pero la estrecha relación de Bush con telepredicadores como Jerry Falwell o Pat Robertson resulta más inquietante.
"Dios sigue permitiendo que los enemigos de América nos den lo que seguramente nos merecemos", declaró Falwell dos días después de los atentados del 11-S. Robertson, fundador de la Coalición Cristiana, un grupo muy activo en las campañas electorales de Bush, fue más lejos: "Los paganos, los abortistas, las feministas, los gays, las lesbianas, la Unión Americana por las Libertades Civiles... Les señalo con el dedo y les digo: 'vosotros contribuisteis a que esto ocurriera". Según ambos telepredicadores, los atentados constituyeron un castigo de Dios. Falwell fue, sin embargo, uno de los invitados de honor de George W. Bush en el solemne funeral celebrado en la catedral de Washington por los 3.000 muertos.
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