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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

En el espejo de Irak

Aznar se ha retratado en el espejo de los preparativos de la guerra contra Irak. Es un retrato coherente con su trayectoria al frente del Gobierno: una entrega a EE UU, que ya se entrevió en la forma en que cedió a todo lo que Washington pedía para actualizar el convenio bilateral, y que refuerza una coincidencia ideológica con muchos de los planteamientos retrógrados de Bush; una política exterior que pone las relaciones de España con la superpotencia por encima de la integración europea, y el intento de desautorizar a los críticos de esta política belicista, así como el amplio consenso logrado por la oposición en esta cuestión frente al Gobierno.

¿Sirve esta política al interés de España? Ni siquiera. Los beneficios que saca nuestro país de EE UU en la lucha antiterrorista empezaron a llegar tras el 11-S. La persecución de los terroristas de todo tipo, incluida ETA, es ya una tarea de todos. La desarticulación de una supuesta célula de Al Qaeda en Cataluña así lo demuestra. En este esfuerzo, España necesita a EE UU tanto como éste a España. Pero el Gobierno ha dado un paso innecesario y falaz al vincular, como hace Bush, la lucha contra el terrorismo a la guerra contra Irak.

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Encabezar la carta de los nueve líderes de lo que Rumsfeld llamó la nueva Europa ha sido un acto mercenario contra Francia y Alemania, que lo único que ha reportado ha sido el agradecimiento público del jefe del Pentágono a Aznar. ¿Acaso no debería compartir más intereses en la construcción europea con París y Berlín que con un Reino Unido fuera del euro, Hungría o Bulgaria? Aznar apuesta por una "Europa americana", que es una no-Europa, y no por una Europa europea. Una Europa capaz de, según el caso, apoyar o decirle no a EE UU, servirá para afianzar la dañada pero crucial relación transatlántica; no al revés. Pero la política del Gobierno español ha dañado ya a Europa, a la relación euroatlántica y al consenso político interno sobre política exterior, que se ha roto ante la perspectiva de una guerra injustificada que el Gobierno no ha contribuido en nada a evitar. Aznar aspira aún a una relación especial con Washington que nunca llegará: España no es el primo británico. Con esta política, en vez de colocar a España en el centro político de Europa, la sitúa como avanzadilla de la potencia irrefrenable de EE UU. Incluso si la guerra es rápida, o no se produce, pero termina con el abyecto régimen de Sadam Husein, el daño a la cohesión europea ya se habrá hecho, sin olvidar el impacto en el estado de ánimo en algunas sociedades árabes y musulmanas próximas.

La responsabilidad del Gobierno es especialmente grave cuando España se sienta en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Pese a algunas interpretaciones voceadas por el propio Aznar, sólo el Consejo de Seguridad tiene la capacidad de legalizar un ataque contra Irak. Alertar a Bagdad de "graves consecuencias" si no cumple con lo que se le exige, como hace la resolución 1.441, no equivale a dar luz verde al "uso de todos los medios necesarios", eufemismo que significa el uso de la fuerza armada. Tampoco se puede admitir, sin más, la afirmación de Aznar de que los inspectores no están en una misión "detectivesca". Por los medios con que cuentan, no han ido a Irak para actuar meramente de notarios de los arsenales de armas de destrucción masiva, ni la 1.441 implica necesariamente un límite temporal a su trabajo.

En la crisis y guerra de 1990-1991, el Gobierno socialista de la época optó por enviar fuerzas navales españolas al Golfo, pero sin participación directa en operaciones de combate. ¿Y esta vez? El Gobierno asegura que no se ha planteado la cuestión. O esconde la verdad o es un insensato. A pocas semanas de la posible guerra, o la Administración española ha decidido ya su no participación o ha comenzado a prepararla a espaldas de la ciudadanía. Dada la gravedad de lo que está en juego, sería irresponsable actuar de esta manera sin un amplio consenso parlamentario, especialmente si la guerra se oficializa, lo que conlleva constitucionalmente la necesidad de una autorización de las Cortes y del Rey.

Pero el Gobierno y el PP se han encargado de dinamitar ese consenso, y de cercenar las protestas sociales, como la de los actores, o las manifestaciones convocadas para el próximo sábado en toda España. La acumulación de errores desde la "inexistente" huelga general del 20-J hasta la gestión del hundimiento del Prestige y del consiguiente chapapote indican que el Gobierno y su presidente han perdido contacto con la realidad. Pero ocurre que esta vez están en juego muchas vidas humanas. La mayoría absoluta les ha provocado ceguera política.

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