_
_
_
_
_
AMENAZA DE GUERRA | La situación en Irak
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La triste figura

Josep Ramoneda

A juzgar por el tono monocorde, algo burocrático, que empleó, podría pensarse que Colin Powell no estaba muy convencido del ejercicio que le tocó en suerte, que sabía perfectamente de su esterilidad. Se le veía tenso al entrar, saludando a gente sin apenas fijarse en quienes eran. Su rostro tenía un rictus grave y no lo movió apenas, como si estuviese paralizado. El día había empezado mal para él, porque la BBC reveló un informe de los servicios secretos británicos que negaba cualquier relación consistente entre Irak y Al Qaeda. Extraña exclusiva en un momento inoportuno, que obliga a preguntarse si Tony Blair juega a confundir las cartas o si sus propios servicios de información han querido darle un aviso.

Más información
Powell despliega sus pruebas ante la ONU
Powell usó documentos de 10 agencias de inteligencia en su discurso ante la ONU

Fue precisamente al hablar de Al Qaeda, ya al final de su intervención, cuando Powell subió un poco el tono de su fraseo y puso mayor énfasis en sus palabras. Powell presentó al mundo al responsable de Al Qaeda en Irak, un tal Zarqwai, cosa que no fue novedad para los españoles porque minutos antes ya lo había citado Aznar, confirmando que la información circula con fluidez de Washington a Madrid. El organigrama que Powell mostró para afirmar la colaboración de Irak con el terrorismo no tenía el soporte de prueba alguna. En realidad, todo el discurso fue construido sobre la palabra de honor, algo que para tener los efectos deseados por la Administración norteamericana requeriría una confianza en el Gobierno de Bush que en este momento no es moneda corriente.

Que Sadam Husein es un dictador sanguinario lo sabemos todos, que sus primeras víctimas son los propios iraquíes es una trágica obviedad, que ha intentado e intentará armarse, también, y que se ha burlado de las resoluciones de Naciones Unidas es un hecho incontestable. Pero las pruebas que Powell aportó sobre el material químico y atómico que el dictador tiene en este momento no sólo no resistirían el más mínimo garantismo judicial, sino que son irrelevantes para el sentido común. Y no podía ser de otra manera. Si realmente EE UU supiera dónde están las armas de destrucción masiva de Irak no iban a decirlo en vigilias de la guerra. Si se trataba por tanto de demostrar con pruebas lo que viene repitiendo la Administración de Bush, el ejercicio sólo podía ser inútil. Y lo ha sido. Su valor se reduce a su final: "Sadam Husein no ha aprovechado su última oportunidad", ha dicho Powell. Es decir, EE UU declara inútil la tarea de los inspectores y da por terminado el tiempo de la política. Con tan poca argumentación de fondo, no es extraño que las posiciones de los miembros del Consejo de Seguridad apenas se hayan movido. Y que siga la batalla para ganar tiempo.

Escribía recientemente Laurent Fabius que "la decisión de comprometer a su país en una guerra es la más grave que puede tomar un jefe de Estado". Ante un hecho de este calibre no puede bastar un rosario de indicios: unas fotos y unos gráficos que dicen lo que quien los interpreta quiere que digan. La presunción del armamento de que Sadam dispone no parece razón suficiente para lanzar una guerra si no se tienen pruebas manifiestas de una utilización inminente.

EE UU tiene que responder a tres preguntas: la efectividad en la lucha antiterrorista, la proporcionalidad y las consecuencias. Sadam era objetivo de Bush antes de su acceso al poder. El 11-S le permitió reactivar este objetivo con la coartada del terrorismo, y así lo incluyó en el eje del mal. Pasó la guerra de Afganistán y tanto Bin Laden como el mulá Omar siguen en paradero desconocido. Si el ataque al corazón de la red ha tenido tan discretos resultados, ¿de qué sirve la guerra contra Irak para la lucha antiterrorista? Powell no lo ha dicho, porque probablemente no sirve de nada. La proporcionalidad: no ha habido ni parece que se espere un ataque de Irak contra ningún país -diferencia fundamental respecto a 1991, que Aznar acostumbra a olvidar deliberadamente-. ¿Cuál es el mal real, concreto, que se quiere evitar? ¿Es un mal mayor que los que la guerra pueda provocar? Powell se limitó a reiterar la perversa inhumanidad de Sadam. En fin, ¿qué consecuencias tendría la intervención militar en una zona tan delicada? Esta pregunta ni siquiera entraba en el programa.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

La libertad hay que defenderla y la ceguera sobre los peligros que la acechan ha ocasionado muchos desastres a la humanidad. Pero no parece que sea con una guerra que se desactiven las amenazas que vienen de Irak. La política y la información tienen mucho que hacer y son los instrumentos más adecuados para prevenir. La guerra ha de ser siempre excepcional y ante un ataque real o un grave riesgo inminente. De eso nada dijo Colin Powell, al que le tocó el papel de la triste figura. Otro mito que se evapora.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_