La guerra de la discordia
El mal ya está hecho. Antes de empezar, la guerra comienza a presentar sus primeras víctimas. Nuevos frentes de discrepancia política se abren en los lugares más insospechados. Primero, a uno y otro lado del Atlántico; luego, dentro de la misma UE. Y, en el caso de los países signatarios de la "Carta de Aznar y Blair", entre liderazgo y opinión pública. Por valernos de una vieja expresión de Sadam, esta guerra anunciada se ha convertido ya en la "madre de todas las disensiones". El compacto y unánime respaldo a los Estados Unidos después del 11 de septiembre ha dado paso a una nueva situación de profundas desavenencias dentro del bloque occidental y entre las fuerzas políticas de cada uno de sus países. Lo paradójico, sin embargo, es que es difícil encontrar tanta unanimidad entre las opiniones públicas en su rechazo a una guerra preventiva. La causa es bien simple. Nadie ha aportado argumentos concluyentes sobre las razones que hacen imprescindible una intervención militar. La decisión de entrar en guerra ha precedido a los argumentos y a una serena reflexión.
Este divorcio entre liderazgo y ciudadanía no es, así, el producto del capricho o de un pacifismo de nuevo cuño. Es la consecuencia natural de la socialización de los ciudadanos en los principios y valores de la democracia. Antes de dar nuestro beneplácito para provocar toda la destrucción y miseria asociada a cualquier conflicto bélico, necesitamos de "buenas razones" que nos lo presenten como "imprescindible", como la única decisión posible. Llevamos ya varias décadas de prédica sobre la importancia de instituir un nuevo orden internacional sustentado sobre los valores de la paz, la cooperación, el respeto a los derechos humanos y la necesidad de dirimir nuestras diferencias dentro de un marco institucional que encarne estos principios. Es más. Se nos ha tratado de convencer de que hemos sido nosotros, los occidentales, quienes los hemos aportado y hemos puesto la voluntad política necesaria para instituirlos. Pero cuando han entrado en conflicto con los intereses nacionales y geopolíticos parece que ya no es relevante recordar su vigencia y su fuerza vinculante. O, en una sorprendente pirueta de cinismo, se manipula la realidad y se encubre lo que no es más que puro interés estratégico bajo el manto de un "tiranicidio" de nuevo cuño. Casi es preferible que se nos expliquen directamente y sin rodeos cuáles son las razones de Estado o, más bien, las "razones de civilización" -las consideraciones sobre las exigencias objetivas de nuestro modo de vida- que hay detrás de esta "inevitable" campaña militar.
Prescindiendo ahora de las futuras víctimas de carne y hueso, el primer damnificado de este conflicto han sido nuestros ideales, que han sucumbido bajo el peso de nuestros intereses. Como es obvio, la política debe saber ofrecer una respuesta capaz de satisfacer los requerimientos de unos y otros. Pero siempre habíamos pensado que una de las señas de identidad de nuestras democracias liberales consistía precisamente en el sometimiento de la legítima persecución del interés bajo un sistema de reglas "civilizado".
La nueva política nacida del 11 de septiembre ha resultado ser la de toda la vida, la que nos la presenta como la sede del conflicto, el ámbito de la estrategia y el poder, el control y la seguridad. O sea, su dimensión más hobbesiana, maquiaveliana y schmittiana. La búsqueda de la hegemonía, el impulso nunca abandonado, se vincula al poder "fáctico", no moral o jurídico. Y todos los esfuerzos por promover una visión más kantiana y cooperativa parecen llamados a esperar otra ocasión histórica. El problema de convertirse en un imperio, como bien dice Ignatieff refiriéndose a los Estados Unidos, no sólo reside en el nuevo espíritu belicista o en la pérdida del referente ético-jurídico para la sociedad mundial. El peligro es que podemos "perder nuestro alma como una república". ¿Cuánto tiempo podremos aguantar con la contradicción entre los imperativos morales y jurídicos de la democracia interior y las exigencias de jugar a hegemon exterior?
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