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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El declive del imperio Fraga

Xosé Hermida

Las bandejas de pulpo chorreaban aceite bajo una carpa polvorienta y el son de las gaitas. La multitud se abalanzaba sobre los políticos, y José María Aznar, Ana Botella, Rodrigo Rato o Mariano Rajoy mostraban tras su sonrisa un rastro de asombro y embarazo. Cerca de ellos, a Xosé Cuiña, el hombre que se creía predestinado al trono de Manuel Fraga, se le hinchaba la figura de satisfacción, convencido de que el recibimiento estaba impresionando a los invitados. La escena se repitió decenas de veces, en romerías y discursos de campaña, actos para demostrar que el PP gallego era un partido "enraizado en la tierra", como repetía Cuiña, rituales que Rajoy -criado en la alta sociedad pontevedresa- o los dirigentes nacionales del partido vivían como una penitencia forzosa.

Cuiña mantenía bien engrasado el mecanismo de financiación del partido, y su gente llenaba las urnas para mayor gloria de don Manuel y de Aznar
Era de esperar que Cuiña, el hijo del molinero, se rebelaría con toda su tribu para demostrarle a los señoritos que a él no se le tumba fácilmente
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Dos mundos antagónicos y dos modos de entender la política quedaban retratados en esas imágenes. La herencia del cacique rural contra los hijos de la derecha señoritil e ilustrada. Un abismo sociológico dentro del mismo partido que durante 13 años se salvó gracias al manto aglutinador de Manuel Fraga, el hombre capaz de poner firme a cualquiera con una llamada de teléfono y un par de gritos; el diplomático y profesor universitario criado en la Terra Cha de Lugo, en medio de labradíos y vacas. Pero nada es eterno. La edad y la conmoción social provocada por el desastre del Prestige han socavado la autoridad de Fraga, que asiste mudo a las discusiones entre sus colaboradores y que ha elevado un murmullo incesante entre sus compañeros de Gobierno y de partido: el presidente ya no controla las riendas. Como siempre que empieza el declive de un imperio, crecen las intrigas alrededor del viejo monarca. Y el equilibrio de antaño salta por los aires. El birrete de Rajoy intenta eliminar a las boinas de Cuiña y los suyos, por resumirlo en la jerga del partido.

Muchos de los que siguen de cerca la política gallega han tenido estos días una sensación parecida a un dejà vu. Y no porque lo que está sucediendo en la Xunta y el PP gallego ya lo hubiesen vivido antes, sino porque las cosas están empezando a ocurrir tal como imaginaban. Con una diferencia: el estallido no se ha producido tras la marcha de Fraga, sino con su figura todavía paseando por el palacio real. Por lo demás, los augurios han resultado certeros. El destino dictaba que algún día la dirección del PP se cansaría de Cuiña, de su pretensión de gobernar la finca gallega sin intromisiones exteriores, de su vena populachera y de las periódicas noticias sobre el enriquecimiento de su familia. Y Cuiña, el hijo del molinero, espoleado por el orgullo de quien cree que nadie le ha regalado nada en esta vida, se rebelaría con toda su tribu para demostrarle a los señoritos que a él no se le tumba fácilmente.

Fraga llegó a Galicia hace 13 años para pacificar una revuelta tribal en la derecha como la que ahora amenaza el futuro del PP gallego. Era una figura respetada por todos y que conocía el terreno a la perfección. Como elemento ideológico aglutinante, manejaba un populismo basado tanto en la fuerza del asfalto y las excavadoras como en el poder sentimental de las gaitas y los versos de Rosalía de Castro. Sabía que necesitaba un fuerte aparato central de poder compatible con la estructura minifundista de Galicia.

El brazo administrativo de Fraga debería detenerse donde empezaban los límites de los señoríos provinciales, feudos dominados por la derecha desde tiempo inmemorial, lugares en los que la política era una cuestión de fidelidades personales e intercambio de favores, de reparto selectivo de las inversiones y los codiciados empleos públicos. Los señores de Lugo, de Ourense o del interior de Pontevedra, de esas comarcas sin industria ni apenas servicios, en las que la gente aún pedía como un favor la instalación de una farola, le ofrecerían lealtad y enormes sacas de votos a condición de que respetase su derecho a imponer la ley en sus propios territorios.

El hombre adecuado

El presidente de la Xunta descubrió en Cuiña a la persona que necesitaba para manejar las interioridades de esa férrea y sutil maquinaria. Provenía del medio adecuado, de Lalín (Pontevedra), en el corazón agrícola de Galicia, y conocía de primera mano las reglas del juego para tratar con los dirigentes provinciales. Era muy osado, pero le adulaba ilimitadamente. En su pueblo recolectaba el 70% de los votos y mandaba sin temblarle el pulso. Sabía organizarle multitudinarias orgías populistas a base de lacón, danzas folclóricas, banderas de Galicia y auditorios extasiados, esas liturgias que entusiasmaban a Fraga y condenaban a Rajoy y su tropa a sonreír con cara de póquer.

Cuiña dirigió con puño de acero el PP de Galicia, en el que, parapetado tras la intocable figura del patrón, hacía y deshacía sin importarle lo que pensaran en Madrid. Llegó a imprimir carnés de militancia propios con la bandera de Galicia y las siglas PPdeG, como si fuera una organización autónoma. Fulminó sin piedad cualquier disidencia, y, en la cúspide de su poder, humilló públicamente a Rajoy y al entonces también ministro Romay -sus dos archienemigos internos- enviándoles a la última fila durante un congreso regional.

En esa época ya era notorio que mientras él ocupaba la consejería de Obras Públicas su familia levantaba un imperio empresarial vendiendo material para la construcción. En los señoríos provinciales se publicaban interminables listas de militantes del PP contratados por las administraciones públicas y eran moneda corriente las lamentaciones de los alcaldes de otros partidos, a los que nadie daba un duro para invertir. Pero todo eso se pasaba por alto. Cuiña mantenía bien engrasado el mecanismo de financiación del partido, y su gente llenaba las urnas para mayor gloria de don Manuel y, llegado el caso, también de Aznar.

Hasta que el Prestige descargó su vómito negro, el caos se desbordó y, con él, los resentimientos contenidos durante años. Boinas y birretes se realinean de nuevo. Y un viejo monarca atribulado intenta que la conjura palaciega no arruine los últimos días de su imperio.

Xosé Cuiña, ex consejero de Política Territorial de Galicia.
Xosé Cuiña, ex consejero de Política Territorial de Galicia.EFE

Los irreductibles de Ourense

APAGARON SUS teléfonos móviles, se encerraron juntos en un piso de Ourense sin dar pistas de su paradero y enviaron dos cartas en sobres lacrados. Una a Fraga. Otra al palacio de la Moncloa. Cinco diputados autonómicos del PP de Ourense le echaban un pulso al propio Aznar. O destituían al secretario regional del PP, Jesús Palmou, a quien responsabilizan de la caída en desgracia del consejero Xosé Cuiña, o no volverían a acudir al Parlamento dejando a Fraga en minoría.
Al frente de los rebeldes, José Manuel Baltar, hijo de José Luis Baltar, presidente de la Diputación y del PP de Ourense, un hombre que considera a Cuiña "como parte de la familia". Baltar resume en su figura ese pintoresco mundo en el que siempre se ha movido el PP gallego y que ahora está amenazado con la destitución del eterno delfín de Fraga. A Baltar se debe la denominación "los de la boina" para referirse al sector del partido asentado en las zonas rurales. Baltar, como Francisco Cacharro en Lugo, ha creado una verdadera estructura personal de poder sobre la base de un grupo de alcaldes que le profesan fidelidad inquebrantable. Se trata de una de las provincias más pobres de España, donde el dinero y los puestos de trabajo que manejan las instituciones locales se convierten en un maná. Baltar tiene una charanga que en las campañas electorales marcha por los pueblos cantando "y si no eres del pepé, jodeté". Antes de acabar junto a Fraga, dirigía su propio partido, Centristas de Galicia. Ahora teme que, tras Cuiña, los del birrete vayan a por él. Por eso ha enviado un aviso de lo que está dispuesto a hacer si alguien quiere invadirle la finca.

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.

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