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Columna
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Democracia mediática

Esta semana un camarero de Canet de Mar, padre de cuatrillizos, se ha colgado de una grúa en una calle de Barcelona para expresar su desesperación por no poder atender a su amplia camada. El hombre, desde una altura de 50 metros del suelo, hizo saber -por teléfono móvil- que no pensaba moverse de allí hasta que el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, contestara personalmente -por móvil- a una carta que había dejado a pie de grúa. En esa carta, el camarero explicaba que le acababan de quitar la ayuda provisional -una asistente social tres horas al día- que pidió cuando nacieron sus cuatro hijos. A través del programa de radio de Josep Cuní, el camarero puso a parir a las burocracias municipales y autonómicas. Pero, en pocas horas, logró su empeño: se avino a ser llevado ante responsables del Departamento de Bienestar Social. Parece, pues, que se ha iniciado ahora una negociación para ver cómo la sociedad puede ayudar al atribulado padre.

Esta misma semana, una mujer a la que amenazaban de desahucio por no pagar el alquiler de su piso, le prendió fuego: ella murió y varias personas resultaron heridas. El propietario se quedó sin piso. Nadie pudo hacer nada por encontrar otro alojamiento a aquella mujer, ¿desesperada?, ¿histérica?, ¿qué más da si, a fin de cuentas, su problema es el de muchísima gente? Tener vivienda sin dinero para pagarla está, claro, tajantemente prohibido. El problema es que quien no tiene techo ha de seguir viviendo para no abochornarnos excesivamente. Ella murió.

Son dos historias pequeñas, anónimas, que sólo merecieron la atención de los medios de comunicación para certificar el estado de desesperación en el que viven algunos de nuestros conciudadanos. Esa es, desde luego, una de las funciones de los medios: dejar pistas de por dónde van las cosas. Estos dos hechos -no son dos simples sucesos- han saltado a la luz porque sus protagonistas habían interiorizado perfectamente que para solucionar sus problemas con eficacia nada mejor que montar un escándalo, cuanto más espectacular mejor: sólo así la sociedad, y con ella las autoridades que nos representan, presta atención a cualquier problema. Así es la nueva ley de conducta ciudadana: amplifica cuanto puedas tu problema, conviértelo en acontecimiento; es la única forma de ser atendido por quienes pueden resolverlo.

Acabo de leer un libro estupendo, Media democracy (Thomas Meyer, Polity Press), que estudia las leyes de esta nueva democracia intermediada por la comunicación de masas. En él se analiza cómo la política es colonizada, según la terminología de Habermas, por leyes mediáticas que impulsan, entre otras cosas, el espectáculo político. Por ejemplo, ese goteo de medidas punitivas del Gobierno español, o ese otro goteo de ayudas (ridículas) a madres trabajadoras con hijos. El PP ha aprendido esas normas: ministros con grandes anuncios constantes -un verdadero culebrón de anuncios- de medidas que después, y, desde luego al cabo del tiempo, acaban por mostrar que la montaña parió un ratón.

Otra cosa es cuando los ciudadanos hacen uso de esa democracia mediática. Por lo general, los responsables políticos acaban quedando con el culo al aire: alguien no atendió a tiempo al camarero de los cuatrillizos, alguien no tomó en serio los lamentos de una mujer que no quería vivir en la calle. Las leyes son un adorno; los burócratas vegetan. La democracia mediática bien entendida tiene esta ventaja: la demagogia aparece como lo que es, humo. Pero eso no impide que el problema real siga siendo el mismo: la gente sufre y muere. Todo un pulso entre la realidad y la mercadotecnia política, un comecocos de aquí te espero. En el triste caso del Prestige ya empieza a hacer estragos. ¿Saben que ya se dice que los voluntarios son okupas? ¿Acabaremos pensando que esos voluntarios son los responsables del desastre? Malos momentos para la verdad.

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