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Las finanzas del terrorismo

El mundo parece haber quedado dividido después del 11 de septiembre de 2001 entre unos pocos productores de terror y una inmensa mayoría de involuntarios consumidores. Los principales Gobiernos democráticos, enfrentados a la realidad del terrorismo internacional, han reaccionado con una drástica afectación de los derechos y libertades individuales, en algunos casos por vía legislativa, como en Estados Unidos, Gran Bretaña o Italia, y en otros, como en España, mediante decisiones gubernamentales. En la búsqueda del equilibrio necesario entre libertad y seguridad, casi nadie parece haberse planteado, sin embargo, la necesidad de restringir significativamente algunas libertades comerciales. Así como la marea negra del Prestige ha puesto de manifiesto la necesidad de una mayor vigilancia internacional del transporte marítimo de mercancías peligrosas, los atentados de Nueva York, Bali o Nairobi demuestran que la seguridad colectiva depende decisivamente del establecimiento de controles mucho más rigurosos que los actuales sobre la circulación de capitales, en particular, los procedentes de los paraísos fiscales o los a ellos destinados, y sobre las transacciones internacionales de armas.

Un sector económico evidentemente peligroso, el de los estupefacientes, viene siendo objeto de regulación mediante convenios internacionales desde hace más de cuarenta años, y la comunidad internacional considera uniformemente el tráfico ilícito de drogas y el blanqueo derivado del mismo como delitos de obligada y universal persecución. Cabe preguntarse, a fuer de resultar ingenuo, por qué el tráfico ilícito de armas, generador no sólo de peligros para la salud individual y colectiva, sino directamente determinante de la muerte de miles de personas cada año en todo el mundo, en conflictos armados o en atentados terroristas, no es considerado no ya crimen internacional universalmente perseguible, sino ni siquiera delito. ¿Cuántos y cuáles son los intereses que subyacen a ese comercio letal para que no se regule y sus transacciones ilícitas se persigan penal e internacionalmente?

Estados Unidos es el principal exportador de armas del mundo, y controla el 50% de ese mercado. Para dar una idea de la importancia económica del sector, basta señalar que la industria militar del segundo exportador mundial, Gran Bretaña, proporciona empleo a 400.000 personas. La opacidad que por razones políticas y de seguridad rodea las transacciones de armas en todo el mundo propicia además que sea, según ha resaltado Transparency International, el sector multinacional más corrupto, estimándose que el 15% del importe total de su cifra de negocio se destina a sobornos.

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Las noticias recientes relativas a los misiles Scud norcoreanos interceptados por la Armada española, destinados al Gobierno de Yemen, que había negado inicialmente ser el adquirente, y luego devueltos por Estados Unidos, la constatación de que el genocidio de Timor Oriental se ejecutó con armamento británico vendido a Indonesia, la revelación de que las principales empresas alemanas habrían proporcionado a Sadam Husein los suministros para que Irak pueda bombardear el territorio israelí como ya lo hiciera durante la guerra del Golfo, la disponibilidad de misiles tierra-aire por un comando de Al Qaeda en Kenia, o incluso el sofisticado armamento utilizado en ocasiones por ETA, demuestran sobradamente la caótica situación del lucrativo tráfico internacional de armas, del que España no está ausente. Algunos de sus presuntos favorecedores más connotados residen apaciblemente en nuestra Costa del Sol porque la tenencia o el depósito ilícitos de armas y explosivos son constitutivos de delito, pero no lo es su tráfico, a pesar de que todos somos sus potenciales víctimas.

Como las armas, el dinero sigue circulando prácticamente con la misma libertad que antes del 11-S. Poco después de los atentados, el presidente Bush anunciaba teatralmente un gran paso en la lucha contra el terrorismo con un "golpe de bolígrafo", ordenando la confiscación de los fondos de las organizaciones terroristas. Transcurrido un tiempo prudencial, hemos conocido el balance de aquella medida: se han conseguido bloquear, en todo el mundo, 121 millones de dólares. El Gobierno español, como otros, secundó la iniciativa de Bush y bloqueó 60 cuentas corrientes, pero el saldo final fue de 20 millones de pesetas. Tales resultados evidencian que los grupos armados operan a través de los canales financieros menos transparentes.

Los espectaculares datos recientemente divulgados del patrimonio (40.000 millones de euros) de la familia Bin Laden, que posee valiosísimos inmuebles en la City londinense, recibe asesoramiento en el mismo despacho de abogados que gestiona el patrimonio de la reina Isabel II, y cuya oveja negra, Osama, sigue sin aparecer, indican además que la tarea pendiente es ingente y compleja. El pajar en el que hay que buscar las agujas es inmenso.

El 9 de diciembre de 1999 se aprobó en el marco de la ONU el Convenio para la Represión de la Financiación del Terrorismo, que han firmado 132 Estados, ha recibido 63 ratificaciones y ya se encuentra en vigor. El Convenio prescribe que debe tipificarse como delito la conducta de proveer o recolectar ilícita y deliberadamente fondos para que se utilicen o a sabiendas de que se utilizarán para cometer atentados, secuestros u otros ataques contra la vida de civiles con el fin de intimidar a la población o de coaccionar a un Gobierno u organización internacional.

La regulación es adecuada, pero notoriamente insuficiente. No contempla la realidad de que las organizaciones terroristas de alguna importancia constituyen hoy un conglomerado complejo de estructura empresarial, en el que los movimientos de fondos presentan perfiles mucho más variados que el de la mera captación de recursos destinada finalísticamente a cometer atentados; ésa es sólo una parte, la más inmediatamente peligrosa, pero actualmente tales organizaciones tienen ingresos muy diversos, desde los procedentes de las extorsiones y secuestros o las actividades comerciales mediante las que blanquean sus fondoshasta las aportaciones voluntarias, la publicidad pagada en sus medios de comunicación o incluso las subvenciones públicas. Y sus gastos son también muchos otros, además de los derivados de la actividad que constituye su objeto social primordial, el terror: mantienen a sus integrantes y a las familias de éstos, invierten en propaganda, financian partidos políticos, sufragan campañas electorales, etcétera. En consecuencia, la tipificación del delito debería abarcar otras conductas que no han sido contempladas.

Con todo, y a pesar de sus carencias, el Convenio, que establece también medidas para la confiscación de los fondos destinados al terrorismo o procedentes del mismo, e impone a los Estados obligaciones adicionales de investigación, enjuiciamiento o extradición y cooperación internacional, es un instrumento útil, que se ha complementado recientemente con otras normas y decisiones en el ámbito de la Unión Europea, y con un proyecto de ley en el derecho interno español. Sin embargo, repasando la lista de Estados que no lo han firmado, se alcanza una constatación llamativa: están ausentes prácticamente todos los paraísos fiscales; es decir, aquellos territorios cuyo sistema jurídico no solamente establece la nula o baja tributación de la mayor parte de las transacciones y depósitos financieros, sino que además dispensa un régimen de opacidad y confidencialidad extremas. Son territorios donde pueden constituirse sociedades mercantiles literalmente anónimas, cuyos administradores y accionistas son desconocidos, que no se someten a control de cambios, no presentan cuentas anuales, cuyos fideicomisos son opacos y sus cuentas, cifradas. Países en los que la asistencia judicial internacional es inexistente por la falta de cooperación de sus autoridades, conscientes de que la opacidad es el principal pilar de su sistema económico, y porque en ocasiones su régimen legal hace que, aun queriendo colaborar, no dispongan de la información requerida.

Aunque el Grupo de Acción Financiera Internacional (OCDE), al que pertenece España, ha establecido recomendaciones para evitar las transacciones que puedan facilitar el blanqueo de capitales, un número significativo de países las incumple, y entre los que han sido declarados no cooperadores se mantienen algunos tan importantes como Egipto, Filipinas, Indonesia, Nigeria o Ucrania. En tales condiciones, teniendo en cuenta las elevadas cantidades de fondos de que han demostrado disponer Al Qaeda y otros grupos terroristas, cabe dudar de que hoy por hoy existan las condiciones adecuadas para que aquéllos puedan ser interceptados.

Tampoco ayuda a la confianza de los ciudadanos conocer que los miembros del comando que atentó contra las Torres Gemelas recibieron fondos de la princesa Haifa, esposa del embajador de Arabia Saudí en Washington, o que el ministro de Defensa saudí aparezca presuntamente entre los donantes de fondos a las ONG a las que se imputa financiar a Al Qaeda; y menos aún las dificultades personales del presidente Bush para perseguir apropiadamente esa rama de financiación debido a su amistad personal con el embajador saudí y a los importantes vínculos comerciales que contrajo durante su frustrada aunque muy rentable etapa como empresario petrolero en Tejas y en el golfo Pérsico con personas vinculadas a Salem Bin Laden y Jalid Bin Mahfuz, hermano y cuñado, respectivamente, de Osama Bin Laden.

Resulta significativo que el Convenio de 1999 demuestre particular preocupación para que algunas de las medidas a adoptar a fin de prevenir la financiación del terrorismo internacional no obstaculicen "en modo alguno" la libre circulación de capitales. O se controla rigurosamente el mercado internacional de armas y el de transacciones financieras con los paraísos fiscales, o los ciudadanos del mundo seguiremos siendo involuntarios consumidores de terror, tan indefensos como los percebes de Finisterre frente a la marea.

Carlos Castresana Fernández es fiscal de la Fiscalía Anticorrupción.

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