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ACOSO A IRAK
Columna
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Defensa y automutilación

La Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA) reconoció ayer en Viena que no tiene posibilidad de controlar a Corea del Norte en la aceleración, más que reactivación, de su programa armamentista nuclear. Lo sabíamos. En Irak, Sadam Husein tachó ayer de "espías" a los inspectores de la ONU porque recaban información militar que suministran a los enemigos del régimen de Bagdad. Otra perogrullada con que se nos obsequia. Porque para eso precisamente están en Irak los inspectores. Para recabar datos de relevancia militar y transmitirla al Consejo de Seguridad o al menos a sus miembros permanentes.

Siguiendo hacia Occidente el eje del bien y del mal últimamente establecido, veintitantos muertos y un centenar de heridos en Tel Aviv demostraron una vez más el domingo que, a pesar de tener hoy ya reocupada prácticamente toda Cisjordania y dedicarse con celo a la venganza bíblica en ese angustioso y paupérrimo hormiguero humano que es Gaza, Ariel Sharon es la impotencia en estado puro a la hora de proteger a sus ciudadanos. Su grotesco fracaso no sólo lo hace merecedor de la muerte política súbita, también de la picota histórica. Tres semanas antes de las elecciones en Israel, la única democracia de Oriente Próximo se emponzoña de odio, racismo y corrupción y avergüenza a todos los israelíes que pese al miedo paralizante aún recuerdan los valores de un Estado que surgió con una vocación muy distinta. Adiós definitivo al orgullo que infundía aquel ejército (el Tsahal) que se batía, siempre victorioso, con enemigos mucho más numerosos y no se dedicaba, por orden gubernativa, a matar a civiles sospechosos y a multiplicar la miseria, el rencor y la desesperación de una población inerme. El terrorista, suicida o no, es un ser abominable por firmes que sean sus creencias. Pero el aparato de un Estado que en 24 meses ha matado centenares de personas, entre ellas a más de 250 niños, sin rendir cuenta alguna, es un monstruo. Si la sociedad a la que dice defender no muestra repugnancia es porque ha enfermado. A largo plazo, Israel sólo es viable si combina firmeza militar con la vigencia de unos principios de humanidad, de compasión, que hoy no se dan.

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El fracaso es contagioso. La perversión también. La democracia norteamericana, a la que tanto deben las sociedades libres, muestra síntomas de la misma deriva. El esfuerzo mediador de Bill Clinton en Oriente Medio ha dado paso a un apoyo incondicional de Bush a la huida hacia ninguna parte de Sharon. La carga ideológica, ultrarreligiosa y reduccionista del nuevo imperialismo de Washington corroe los cimientos de la que es probablemente la Constitución más bella, humanista y generosa del mundo, secuestrada por intereses corporativos, empatías en el Antiguo Testamento y ambiciones a corto plazo.

Los conceptos de Israel y EE UU para justificarse parecen ya argumentos de Calvino para mandar a la hoguera a Miguel Servet en una Ginebra dominada por el terror. El error o el pecado están en esa arrogancia que nos hace sordos a individuos, sociedades y Gobiernos. En la arrogancia del fanatismo y en la percepción de la impunidad. Impunes son quienes disparan sobre niños, impunes quienes impiden la creación de un Tribunal Penal Internacional que exija responsabilidades a quienes mantienen enjaulados a extranjeros bajo mera sospecha y desaparecidos a cientos en una lucha contra el terrorismo que Bush y Sharon prometieron liquidar y hoy tiene más adeptos que nunca. Impune es el Ejército ruso en Chechenia, gracias al pacto de caballeros entre Bush y Putin. "Entre bomberos no nos pisamos las mangueras". Crueldad asiática, ley de Lynch, venganzas bíblicas, culto a la violencia, apología de la fuerza -todo aquello que se ha combatido desde el humanismo- celebra su retorno. Corea del Norte, Irak, Al Qaeda y "el nuevo nihilismo" -Andre Glücksmann en su libro Dostoievski en Nueva York- son la peor amenaza para nuestra seguridad. Pero no sólo por sus armas, su encanallamiento y sus intenciones. También porque en su desafío pueden arrebatarnos lo mejor de nosotros. Hay guerras justificadas. Para defender los principios que han hecho de las democracias el ámbito más idóneo para que los humanos busquemos cierta felicidad. Pero si la guerra nos lleva a la emulación de los liberticidas a combatir, no estamos defendiéndonos, sino en plena automutilación.

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