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Columna
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'Irakiada'

Pasaron aquellos tiempos en que José María Aznar no era recibido ni por Borís Yeltsin o fracasaba en sus intentos de salir en las fotografías con los dirigentes israelíes y palestinos. Cada vez que viaja a Washington, don José María tiene asegurada su ración de tamales, es un decir, de mano del presidente Bush, y a cambio nuestro jefe de Gobierno nos quiere meter en la guerra de Irak a pesar de que el 70% de los españoles no quiere ir a esa guerra y el 30% restante se divide entre los que se lo piensan y los que tratan de adivinar dónde está Irak. No es la primera vez que un líder demócrata español practica el despotismo ilustrado para cambiar las tendencias de sus compatriotas. Recordemos que Felipe González amenazó con dimitir si perdía el referéndum para entrar en la OTAN, y aunque el presidente Aznar no haya amenazado con nada semejante, si él quiere que colaboremos en la matanza de iraquíes y en la mayor destrucción de Irak, colaboraremos. Tiene mayoría absoluta y Aznar ha demostrado cómo la mayoría absoluta provoca la transustanciación de la democracia representativa en democracia orgánica.

Están claros los objetivos del lobby de Bush de extirpar un potencial factor desestabilizador del estatuto del Estado de Israel; de garantizar el control de las reservas petrolíferas de Oriente Medio y de los oleoductos y gasoductos que las compañías norteamericanas traman desde las repúblicas islámicas asiáticas; del reforzamiento de un flanco disuasorio militar yanqui del suroeste del Imperio chino. No se adivina en cambio qué beneficio personal puede obtener Aznar con su guerra de Irak y mucho menos qué compensación podemos conseguir los españoles como unidad de destino en lo universal, que no sea una satisfacción civilizatoria sin precedentes desde la expedición del general Prim para la conquista de Cochinchina. O el todavía joven Aznar proyecta una segunda carrera internacional con el apoyo de Estados Unidos o su conocida ambición poética le lleva a tensar las palabras y las cuerdas de la cítara que puedan componer una Irakiada a la altura de esa poética del collage característica de la posmodernidad, capaz de establecer un puente más gaseoso que aéreo militar entre Bagdad y Quintanilla de Onésimo.

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