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Columna
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La marea blanca

Aquello apesta. Es un hedor extraño que araña la pituitaria con una mezcla de gasóleo rancio y tufo porteño. No es sólo el olor, la visión contribuye también a perturbar las neuronas, tanto que a la retina le cuesta aceptar el cuadro. Se diría que Dios pintó en Galicia su más bella obra y que el diablo, enfurecido, la destrozó con una brocha embetunada. Y es que el daño es tan inmenso y atroz que no parece cosa de los hombres, sino labor despiadada de una fuerza sobrenatural de carácter maligno. La intervención humana resulta en consecuencia ridículamente incapaz de lavar aquel paraje envenenado, antes orgullo de sus lugareños. Por eso hay lágrimas sobre el chapapote, lágrimas de impotencia que los voluntarios dejan correr al no poder enjugar con los guantes pringados. Las manos limpias son un bien escaso en las trincheras del fuel.

Una madrileña veinteañera te pide que le coloques las gafas de plástico transparente; un fortachón de Burgos quiere que le ajustes su aparatosa mascarilla de carbono y lo mismo demanda un soldado de Infantería recién llegado de Valencia. Los tres trabajan en un cala rocosa completamente anegada por la plasta negruzca. La chica limpia piedra a piedra con sus manos; el burgalés hunde su azadilla en la espesa gelatina que cubre el suelo mientras el militar va pasando los capazos cargados hasta la boca. Allí comienza una larga cadena humana que trasladará los pesados recipientes a un contenedor situado a pie de carretera. Más de ochocientas personas con el mono de plástico embadurnado conforman la escena casi apocalíptica. El trabajo no cunde y muchos de los que hincan el lomo limpiaron esa misma cala el día anterior.

Algunos tienen la sensación de estar tejiendo la manta de Penélope porque la marea trae por la noche el doble de lo que ellos retiran durante el día. Todo está sucio, las piedras, la arena, las algas, incluso el camino de acceso que fue, ahora lo cubre un fango negro espeso y hediondo. No hay que ser biólogo para comprender que habrán de pasar muchos años hasta que aquel paisaje recobre su aspecto anterior. Nadie flojea, pero la tensión se masca en el ambiente emponzoñado por los efluvios del chapapote. Echan en falta máquinas, herramientas y medios materiales que les permitan limpiar con eficacia. A pesar de ello, la gente lo aguanta todo, el frío, la lluvia, el esfuerzo reiterado y agotador, todo menos el optimismo falsario.

La indignación es generalizada contra quienes desde la Administración central o autonómica tratan de quitar hierro a la catástrofe. Indignación que hacen extensiva a los medios informativos afines al Gobierno, por maquillar tan devastadores efectos. A la hora de comer, la lonja de Muxía es un hervidero humano. Más de un millar de personas se agolpan bulliciosas en torno a las improvisadas mesas corridas que cubren la gran sala donde los marineros subastaban la pesca que le arrancaban al mar antes de que lo envenenaran. Atender a los voluntarios que tratan de devolverles su modo de vida es ahora el nuevo afán de aquella gente. Un grupo de chicos de Parla bromea con los miembros de Protección Civil enviados por ese municipio. Muy cerca hay otro equipo llegado desde Leganés, con el que compiten sobre la intensidad de sus agujetas. En otra mesa distinta una mujer de Alcalá de Henares apura un plato de sopa caliente. Rondará los cincuenta años y, a pesar de su aspecto de señora bien, departe animosa con un rapado catalán cubierto de piercing cuya sola apariencia le hubiera inducido a cambiar de acera de cruzárselo en cualquier calle de Madrid.

Predominan los jóvenes, pero hay gente de todas las edades y condición. Les une la absoluta convicción de que están donde deben y quieren estar, y lamentan que la lista de espera no les permita permanecer más tiempo en la dura y desigual batalla contra el fuel. En abierto contraste con las torpezas y mezquindades exhibidas por los políticos, la infantería social está dando un ejemplo de grandeza y generosidad superlativas. Cuando el diablo escogió la Costa da Morte para humillar a los hombres arrojándoles los detritos de sus propios desmanes no contó con esa marea blanca. Nunca imaginó que lo mejor del corazón humano, la esperanza de un pueblo, surgiera del pestilente chapapote.

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