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La orgía del consumo

A mediados de noviembre realicé un viaje al extranjero; cuando volví -aún no había entrado diciembre- me encontré con que la ciudad se estaba vistiendo de gala para las Navidades: iluminaciones aparatosas, ornamentación de pinos artificiales, luces y bombillas por todas partes que hacían de los reflejos de neón el protagonismo de la ciudad; me acordé entonces de mi niñez cuando por las mismas fechas buscaba musgo en el campo y escorias en el ferrocarril vecino para construir el humilde Belén, que sería el centro de la familia durante las fiestas. Ahora -los tiempos han cambiado- lo que entonces era el sencillo y entrañable Nacimiento se había sustituido por las luces artificiales que se habían convertido en el centro de todos los acontecimientos religiosos propios de las fiestas navideñas. La ciudad se preparaba para la orgía del consumo. El "humilde Belén" de antaño expresión del espíritu cristiano, había sido sustituido por las "luces de neón", con cuyos reflejos se atraían irresistiblemente a las mariposas ávidas de consumir.

El hecho es consecuencia irrefutable del triunfo del mercado como protagonista indiscutible del neo-liberalismo que nos acecha por doquier, convertido en rey y señor de nuestras vidas. Hoy todo se compra y todo se vende y, por supuesto, muy en primer término, la cultura y todos sus productos adyacentes: arte, literatura, religión, ocio. En lo que se llamó hace unos años "industria cultural" el sustantivo ha acabado por absorber omnímodamente al adjetivo; ya no hay cultura, todo es industria, es decir, producto que se usa y consume. La omnipresencia del mercado ha destruido el mundo propio de la cultura, que es el de los valores, y ha sido sustituido por su equivalencia en dinero. "Tanto tienes, tanto vales", dice la vieja frase castellana. Hoy esta es la norma que nos rige en todas las esferas.

En último término, esto quiere decir que el mundo de la cultura propiamente dicho ha desaparecido: todo es un "producto" destinado a ser consumido, es decir, objeto puro y duro en el que el sujeto como tal ha desaparecido. Esto es lo que llamaba recientemente Álvaro Mutis la "muerte del espíritu". Estamos en eso, y conviene reaccionar porque la crisis es grave. La fiebre del consumo quizá acabe por conseguir hacer realidad aquella receta de los filósofos estructuralistas cuando hablaban de la "muerte del hombre". En definitiva, el aserto parece deducción lógica irrefutable de lo ya denunciado: si muere el espíritu el hombre ha muerto. Esta es la situación.

Como historiador, me ha gustado siempre examinar antecedentes de la situación que estamos viviendo para encontrar pautas y normas que permitan afrontar el presente, y me he encontrado con una similitud de extraordinario parecido en la crisis que se produjo en el mundo religioso a fines de la Edad Media. La religión, centro y nervio de los siglos medios, llegó a mercantilizarse de tal modo que todo se traducía inmediatamente en dinero. El famoso erasmista, secretario del emperador Carlos V, Alfonso de Valdés, lo denunció paladinamente en uno de sus famosos diálogos:

"Veo, por una parte -se dice en un largo parlamento- que Cristo loa la pobreza y nos convida, con perfectísimo ejemplo, a que la sigamos, y por otra, veo que la mayor parte de sus ministros ninguna cosa santa ni profana podemos alcanzar sino por dineros. Al bautismo, dineros; a la confirmación, dineros; para confesar, dineros: para comulgar, dineros. No os darán la Extremaunción sino por dineros, no tañerán las campanas sino por dineros, no os enterrarán en la iglesia sino por dineros, no oiréis misa en tiempo de entredicho sino por dineros; de manera que parece estar el paraíso cerrado a los que no tienen dinero". Y tras insistir en lo mismo con sorpresa, acaba su intervención diciendo: "No falta quien os diga que es menester allegar hacienda para servir a Dios, para fundar iglesias y monasterios, para hacer decir muchas misas y muchos trentenarios, para comprar muchas hachas que ardan sobre vuestra sepultura. Conséjame a mi Jesucristo que menosprecie y deje todas las cosas mundanas para seguirle, ¿y tú conséjasme que las busque? Muy gran merced me haréis en decirme la causa que hallan para ello, porque, así Dios me salve que yo no la conozco ni alcanzó". Y concluye: "Llamámonos cristianos y vivimos peor que turcos y que brutos animales. Si nos parece que esta doctrina cristiana es alguna burlería, ¿por qué no la dejamos del todo?".

La descripción de aquel momento histórico es muy exacta en este texto, y nos sitúa en la perspectiva adecuada para entender la airada reacción que semejante situación iba a producir en hombres como Erasmo, Lutero, Calvino, que buscaron una renovación espiritual en la vuelta a las fuentes evangélicas y paulinas. La cuestión es que entonces el eje de la vida era la religión, mientras que ahora abarca a todo el conjunto de la cultura y la vida que se mueve en torno suyo.

El profundo cambio histórico en que estamos inmersos tiene aquí uno de sus retos fundamentales. Necesitamos superar el pragmatismo monetarista impuesto por una sociedad mercantilizada en sus más profundas raíces. La confusión entre precio y valor ha conducido al cinismo planetario en que vivimos. Si cínico es quien conoce el precio de todo, pero ignora el valor de algo, la sociedad actual ha caído en un cinismo apabullante que se traduce en nihilismo. La confusión entre precio y valor conduce al desprecio generalizado, es decir, a la negación sistemática del universo humano del espíritu (nihilismo). Es necesario, por tanto, distinguir claramente los dos conceptos.

El precio es el resultado del equilibrio impuesto por el mercado entre la oferta y la demanda, lo que, en definitiva, acaba traduciéndose en una cantidad monetaria. Por el contrario, el valor es una cualidad imponderable (no tiene precio), que viene dado por la estimación subjetiva de quien lo concede. El amor, la belleza, la bondad, la felicidad, son bienes imponderables, y por tanto, resulta antológicamente imposible atribuirlas un precio, a menos que caigamos en el cinismo nihilista que antes denunciaba.

La salida del impasse histórico que todo esto supone no acabará con la denuncia que hemos hecho u otras semejantes que pudieran hacerse. Es necesario restablecer una escala de valores que supere el mercantilismo en que hemos caído, y ello sólo será posible mediante un cambio radical de la actitud ante la vida que todo ello implica. Y aunque sigamos con la denuncia -y lo haremos- de la situación allí donde podamos hacerlo, quizá podemos empezar por cambiar actitudes y situaciones. Así, frente a la orgía del consumo en que se han convertido las Navidades, quizá convenga cultivar virtudes más humildes; dedicarse más a la familia y a los amigos, recordar a los pobres practicando el aguinaldo, hacer sonar la zambomba y la pandereta, entonando los viejos villancicos que aprendimos en la infancia.

José Luis Abellán es presidente del Ateneo de Madrid.

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