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Columna
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Futuro cero

El porvenir está ampliamente desacreditado. El futuro apesta. Donde se halla el mejor espacio o para protegerse y autocomplacerse es mirando hacia atrás. Por si no era bastante con la moda del vintage o los innumerables diseños retro, llega, en las pantallas, el éxito de lo medieval. La guerra de las galaxias, Star Treck o Matrix son productos cinematográficos del final del siglo XX, pero lo que funda el siglo XXI es el regreso a la fantasía de los tiempos con flechas en vez de misiles, de espadas en lugar de armas automáticas, de exorcismos en los parajes de la ciencia, la bioquímica, la ingeniería genética y los robots.

El entusiasmo despertado por El señor de los anillos en su segunda entrega vuelve a deseencadenar las preguntas sobre la razón de este amor por la fantasía del más atrás. Al lado de las fastuosas encantaciones de Peter Jackson, los efectos especiales de La guerra de las galaxias parecen forzados aderezos de la industria sin imaginación. Uno y otro producto se alimentan de parecidos recursos tecnológicos pero El señor de los anillos evoca un fuerte fondo de verdad mientras La guerra de las galaxias se refiere a un universo de mentira. Sin duda alguna, nos encontramos, inercialmente, más cerca de la segunda propuesta que de la primera pero acaso, por eso mismo, rechazamos la fatalidad. El mundo que alumbra El señor de los anillos hacia nuestro pretérito resulta ser una historia a la que debemos respeto, mientras la otra, hacia el porvenir, es una tarea de la que nos sentimos libres de responsabilidades.

El paso del siglo XIX al siglo XX se encontró repleto de ilusiones por el futuro, y el progreso era inexorablemente el mejor de los mundos para vivir y amar. A mayor número de invenciones científicas y tecnológicas mayor redención de la Humanidad, a mayores ideaciones en el arte de vanguardia, mejor conocimiento del ser humano y sus entresijos. En la actualidad, sin embargo, todo lo bueno que debía conocerse parece que se ha conocido ya y cuanto queda por delante sólo es prometedor en los asuntos médicos. En otros campos, que no sean rigurosamente el de la medicina para sanarnos, la frontera por cruzar se puebla de amenazas. Y existe, en todo caso, una gran pereza por enfrentarse a las transformaciones que se exijan en la nueva vida social.

Mientras el cruce entre el XIX y el XX era un paso hacia utopías estimulantes, el siglo XXI no promete nada decisivo por lo que merezca la pena luchar. Más bien, para vivir confortablemente, para escoger el mejor de los mundos, el señor de los anillos rebusca en el pretérito.

El pasado es la matriz del presente, la cuna de cualquier civilización actual. Por lo tanto ¿qué más coherente con una cultura puerilizada como la nuestra que tender hacia el seno materno? ¿Invenciones? A nadie, que no sean los enfermos incurables, le interesan los incontrolables avances de la ciencia. Por lo demás, las clases más altas buscan su distinción no en la vanguardia sino en los signos característicos de tiempos menos evolucionados: comen la comida sin aditivos ni colorantes, las semillas no transgénicas, visten las fibras naturales y las mesas sin pulimentar. La preeminencia del pasado sobre el futuro aparece en el aprecio de las antigüedades, en las rescatadas novedades de Guerlain o Chanel con sus perfumes de hace setenta años, en la bisutería de los orfebres austriacos de la segunda gran guerra. Pero incluso la llamada nueva cocina que fue un producto de elevada cotización en los años ochenta y noventa ha quedado como una oferta grotesca y digna de aparecer en los telediarios de TVE1 donde casi todo, de inmediato, tiende a volverse rancio.

Los coches, las ropas, los ambientes de los hoteles y los restaurantes, el glamour de la música, encuentra su inspiración en lo ya vivido, en lo ya visto. No hay nada más ridículo hoy que ir a la última, ni existe una obra de arte más antigua que la que pretende innovar. La moda, que siempre sobrevive, está acampada en el pasado donde puede todavía obtener el resguardo de la historia o el tiempo por delante para defendernos del insoportable impacto del porvenir.

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