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LA CRÓNICA
Columna
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Un sueño particular

Hace unos años, conocí a Anna Soler-Pont en una cena y aquella misma noche me contó su singular trayectoria profesional, cuyo atípico comienzo me llamó la atención por la escasa planificación de futuro que se apreciaba: había empezado sin dinero, sin proyecto, sin conocimiento alguno del mercado, sin un título que avalara su actividad. "Más que nada, le eché mucho morro", recuerdo que me dijo. Y es que hubo un tiempo, nada lejano todavía, en que cuando alguien tenía morro lo natural era rentabilizarlo de maneras edificantes, o cuando menos inocuas para la salud del televidente. Morro aparte, Anna carecía de todo lo que los manuales del buen emprendedor consideran imprescindible. Y sin embargo, su empresa acaba de cumplir 10 años. Con este motivo le pedí ayer que me contara de nuevo cómo empezó todo.

"Con la lamentable y progresiva desaparición del editor clásico, los editores están demasiado ocupados en cuestiones comerciales"

Todo empezó porque quería viajar. Estudiaba Filología Semítica y encontró un trabajo como redactora free-lance en una editorial, gracias a lo cual pudo viajar a Polinesia y pasar un tiempo en una reserva de indios navajos. Luego viajó a El Cairo y conoció a Nagib Mahfouz. Tenía 23 años. Nagib Mahfouz, que ya por entonces había sido galardonado con el Premio Nobel, la invitó a las tertulias que los martes organizaba alrededor de un té y a las que acudían jóvenes promesas de la literatura egipcia. Algunas autoras le entregaron sus libros y así fue como Anna llegó a Barcelona con seis novelas desconocidas en España. Las ofreció a varios editores. Y entonces le preguntaron: "¿Tienen agente estas autoras?". Ahí descubrió que casi por azar había dado con una profesión a su medida, y se imprimió su tarjeta de agente literaria.

Consciente de que debía hacerse un hueco en sectores desatendidos por otras agentes, viajó a India en 1992 con su novio de entonces (a menudo he observado cuán útil le resulta un buen novio a una mujer emprendedora que sabe sacarle partido). Fue un viaje clave: atravesaron Turquía, Irán, Pakistán. Ataviada con el correspondiente traje regional, Anna llamaba a cada puerta de editor y preguntaba por autores no traducidos. Ese mismo año cambió el sari por el traje de chaqueta y se fue a la Feria de Francfort. Tenía 24 años y algunas autoras en su cartera. Después, acudió a la de Zimbabue: muy pocas agentes se interesaban por autores del África subsahariana. En 1994 se fue a Oceanía: en Melbourne se celebraba una feria de derechos de autoras. La apuesta continuaba. Había invertido todo lo que había ganado como free-lance en billetes de avión, llamadas, fotocopias, y jamás veía un duro. En 1996 estuvo a punto de abandonar: la tentación de dedicarse a algo más seguro y rentable estaba ahí. Pero continuó. Numerosos autores del país han ido confiando en ella a lo largo de los años y ahora parece llegar el momento de recoger lo sembrado. Recientemente ha constituido con su novio de ahora (¡ojo!, no el de entonces) Pontas, una sociedad que, además de ampliar su número de colaboradores, se ha estrenado en la gestión de derechos para adaptación cinematográfica.

Aunque es consciente de haber dado a conocer autores que sin su contribución acaso no habrían salido de sus países, Anna no se considera una ONG literaria, pero tampoco uno de esos "intermediarios insaciables que han contribuido a disparar los anticipos y a corromper el mercado", según palabras que hace poco Jacobo Fitz-James, de Siruela, dedicaba a las agentes literarias. Anna concibe su profesión como una manera de paliar la orfandad de los autores en este mundo de "edición sin editores" que denunció André Shiffrin. Hace unos días, Le Monde justificaba así la eclosión de este tipo de profesionales: "Con la lamentable y progresiva desaparición del editor clásico, los editores están demasiado ocupados en cuestiones más comerciales. (...) Los autores han perdido su patria editorial y es ahí donde la figura del agente es decisiva". El empeño de rehumanizar el cada vez más deshumanizado universo editorial es ambicioso, pero a Anna le sobra dinamismo para llevar a cabo su parte. Hace poco aparecía en Le Monde un artículo sobre Anna en el que figuraba una inexactitud, según me advirtió ella misma ayer: "No es cierto, como se dice en el artículo, que haya dado la vuelta al mundo en bicicleta". Que se empiecen a exagerar cosas que no son ciertas es acaso signo de que estamos ante uno de esos personajes del mundo literario alrededor del cual se va tejiendo un incipiente halo legendario. Si Balcells ha entrado en la leyenda como la gran madre pícara y protectora, Anna más bien entrará como la intrépida exploradora que un día se fue a la selva a descubrir libros ocultos entre el follaje. En cualquier caso, ayer me confesó que no volvería a empezar así. "Aquello fue una locura. Ahora no sé si podría". Seguro que no. Se ha acabado la época de las improvisaciones, de las empresas donde se ponía mucha pasión y poca pasta, mucho tesón y pocos masters, mucho entusiasmo y poca programación. Fue un tiempo, nada lejano todavía, en que con ilusión se tejían empresas hechas a la medida de los propios sueños, y no a la medida de las pesadillas del último estratega de marketing. Y así, al menos, entonces cada uno cargaba con sus propios sueños, mientras que ahora, con las pesadillas del estratega tenemos que cargar todos.

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