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El ejemplo de otro siniestro | CATÁSTROFE ECOLÓGICA
Columna
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Precaución

Enrique Gil Calvo

Lo del PP es decencia-ficción. Ahora resulta que se hacen las víctimas ante la marrullería del fulero Caldera. Así demuestran haber aprendido el victimismo de los nacionalistas, cuya doble moral les permite denunciar la paja en el ojo ajeno mientras las vigas ciegan los suyos propios. Pero sus histriónicas protestas de airada dignidad ofendida son de una hipocresía rayana en el fariseismo, pues lo que lleva practicando el partido en el poder desde que se inició la crisis del Prestige -por no citar toda su cínica trayectoria previa- es una permanente manipulación generalizada, que sólo busca encubrir sus responsabilidades con el único objeto de atenuar su coste electoral.

¿Recuerdan aquel refrán?: cree el ladrón que todos son de su condición. Cuando Aznar acusa a la oposición de sacar tajada electoral con su alarmismo, no hace sino atribuirle las mismas intenciones que él mismo abrigó en el pasado -como jefe de aquella desleal oposición que acabó con González manipulando escándalos mediáticos-, y que sigue esgrimiendo hoy. ¿Cómo explicar, si no, el falaz encubrimiento de la crisis del Prestige? ¿Por qué se silenció la previsible magnitud del impacto, y por qué se evitó movilizar a tiempo los recursos necesarios? ¿Sólo por pura incompetencia? Es verdad que a veces se hacen los tontos -como Cascos o Rajoy, que se dejan confundir por infor-mes contradictorios de técnicos anónimos-. Pero no nos engañemos: si encubren la crisis, a riesgo de parecer incompetentes o chapuceros, sólo es debido al más simple interés electoral.

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Parece verosímil la denuncia de Aznar, cuando acusa a la oposición de explotar la catástrofe a la espera de ganar un puñado de votos. Pero exactamente lo mismo hizo él, al minimizar el riesgo que se corría a la espera no de ganar votos, pero sí de no perderlos al menos, aminorando el impacto de su propio riesgo electoral. Lo cual es muestra de un cínico oportunismo político, pero esta vez más irres-ponsable que el de la oposición, pues no era esta sino el Gobierno quien debía cargar con todo el peso de la responsabilidad.

¿Resultan equiparables los simétricos electoralismos del Gobierno y la oposición, que les conducen al encubrimiento y al alarmismo? No, en absoluto, pues al tratarse de un caso de riesgo ambiental, las consecuencias de sus respectivos vicios de información resultan diametralmente opuestas. Es éste un dilema que también se plantea con los medios de comunicación, cuando han de informar sobre atentados o catástrofes. ¿Se puede exagerar el alarmismo o se lo debe reducir al mínimo, recurriendo al célebre apagón informativo como algunos recomiendan que ha de hacerse con el terrorismo? Según el principio de transparencia, en caso de duda siempre es mejor más información que menos. Es verdad que este criterio es discutible por su presunta ineficacia antiterrorista. Pero con respecto a la alarma ante el riesgo ambiental, no hay duda posible.

Desde la Declaración de Bergen, en 1990, la política de prevención del riesgo ambiental se basa en el principio de precaución, que reza así: "Si existe la amenaza de daños serios e irreversibles, la ausencia de certeza científica completa no puede utilizarse como razón para posponer medidas dirigidas a prevenir la degradación ambiental". Y este principio precautorio obedece al criterio maximín propuesto por Elster, según el cual, "en condiciones de incertidumbre, lo racional es actuar como si lo peor fuera a pasar" (J. A. López Cerezo y J. L. Luján: Ciencia y política del riesgo, Alianza, 2000).

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Por eso, ante la crisis del Prestige, era necesario el vigilante alarmismo que sólo la prensa y la oposición desplegaron. Y en cambio, lo más perjudicial fue la ocultación del riesgo que el Gobierno practicó por interés electoral. Pues en lugar de prevenir la peor alternativa, como exige el principio de precaución (internacionalmente obligado en toda crisis medioambiental desde la Cumbre de Río), optó por encubrirla, confiando a ciegas en la providencia divina.

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