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Necrológica:EL LEGADO DE UN GRAN MAESTRO DE LA POESÍA
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Réquiem

Juan Cruz

"Cuando caía un español se mutilaba el universo...". Era un hombre como una escultura; su cabeza parecía la de un gladiador romano, calva y además afeitada, rojiza como el horizonte, en esa piel curtida se veían las venillas de la vida. Sus ojos eran acerados y precisos, volcánicos; tenía las manos duras de pelear con la tierra, y la poesía le servía como un arma.

Las manos que cultivaban la tierra eran también las que escribieron ese verso de Réquiem, uno de sus poemas más recordados, "Cuando caía un español se mutilaba el universo". Era risueño, reía siempre, pero era un hombre triste y radical, rabioso. Tenía rabia de vivir, y de recordar. Hace unos años, en un estudio de radio, escuchó la voz antigua de la inmediata posguerra civil, le recordaron de repente su propio encarcelamiento, la soledad del destierro, el tiempo terrible de la prisión, y lloró inconsolable, como si la historia se le hubiera roto en el corazón y en el pecho dolorido y rebelde con el que ya respiraba a duras penas.

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Entonces se asistía de respiraciones artificiales, pero aun así cortó el llanto con un vaso helado de chinchón, y luego siguió hablando, ya sin los cortes de la emoción, pero herido, muy herido, por la memoria. En sus versos está él, claro, y la crónica de su tiempo, y si se hurga hasta al final de esa melancolía que le produjo la derrota se ve por qué lloraba ese mediodía este hombre que parecía un brazo de mar, roto por el recuerdo del desastre colectivo. "Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada". Esos versos vuelven a Nueva York -están en Cuaderno de Nueva York- fueron dedicados a su nieta Paula Romero y no son su epitafio, sino su declaración existencial más dura. Su epitafio puede parecerse a este que él mismo escribió: "Si muero, que me pongan desnudo, / desnudo junto al mar. / Serán las aguas grises mi escudo / y no habrá que luchar. / Si muero, que me dejen a solas. / El mar es mi jardín. / No puede, quien amaba las olas, / desear otro fin".

En 1981, cuando le dieron el primer premio Príncipe de Asturias, y acababa de ocurrir el golpe de Estado del 23-F, se dirigió al heredero de la Corona explicándole por qué la democracia civil era una historia que no se podía interrumpir de nuevo. Él desdeñaba lo que ya escribió, como si la vida fuera inacabable, y se situaba siempre como un espectador: la realidad escribía mejor que él, decía, y esos versos con los que él despedía a un emigrante español muerto en la pobreza en Nueva York parecía no sólo un hermoso poema, una conmovedora despedida, sino una declaración de principios del hombre que hace versos con los que quiere presentar lo que ocurre y nada más, representar a su país, retratarlo queriéndolo. "Objetivamente. Sin vuelo en el verso. Objetivamente".

Él era un hombre despojado de todo; se le veía en el campo, en Titulcia, en medio del invierno o del calor del verano, cortando leña, haciendo vino, persiguiendo mariposas al atardecer, poblado su horizonte, y su casa, por amigos que brindaban con él por lo más delgado de la esperanza: el aire de vivir. Se ocultaba detrás de una ironía, y de una feroz denuncia de sí mismo, para contar qué ocurría con los demás, qué le pasaba al mundo. Cuanto sé de mí, el hermoso título con el que compiló su poesía, no era sobre sí mismo, sino sobre los otros. Era un hombre de acogida. Su amigo fue el mar, esa fue su pasión, y su nobleza era la de un cronista que ve, ama y se despide. Y no quería, al final de su tiempo, otro compañero que el mar de los adioses. Sin vuelo en el verso. Muchos diremos, como él mismo en Réquiem, "No he dicho a nadie / que estuve a punto de llorar". Era un poeta capaz de calmar la melancolía con la risa, pero dejó puñados puros de ese primer sentimiento.

José Hierro y Juan Carlos I dan la mano a Hortensia, nieta del poeta, tras la entrega del Premio Cervantes, en 1999.
José Hierro y Juan Carlos I dan la mano a Hortensia, nieta del poeta, tras la entrega del Premio Cervantes, en 1999.G. LEJARCEGI
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