Un clásico contemporáneo
Apenas acababa José Hierro de darse a conocer con Tierra sin nosotros (1947) y Alegría (1947) y ya declaraba los síntomas de apagamiento de su voz. En el prólogo que encabezaba su tercera entrega Con las piedras, con el viento... (1950), afirmaba Hierro que "la poesía es realmente esa llama que vive en quien sabe alimentarla durante toda una vida, y sospecho que en mí se va apagando". La aparición en 1964 de Libro de las alucinaciones no sólo desdijo esa profecía, sino que abrió las esclusas de un tipo de escritura visionaria de escasas conexiones con el entorno.
Resultaría cómodo endilgar a los críticos la responsabilidad de arrumbar a Hierro en un tipo de poesía referencial con el que se le ha identificado a menudo. La verdad es otra: su empeño, casi empecinamiento, de considerarse un poeta-testigo, despistó a muchos. En diversas manifestaciones suyas aparece un denominador común: la obsesión de ser uno de tantos, muy lejos de la idea simbolista que hace del poeta un vidente o un elegido. Así lo expresa en los versos de arranque de Una tarde cualquiera, de Quinta del 42: "Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos". Que el propio José Hierro fue desde el comienzo consciente de las tensiones contrapuestas de su poesía -documentalismo notarial, vuelo imaginativo- lo muestra el que se pronunció repetidamente sobre determinadas categorías teóricas que pretenden explicar dichas direcciones en simultaneidad: la de los reportajes y la de las alucinaciones. A la altura de hoy, resulta innegable que unos poemas y otros muestran una convergencia esencial, así como una inserción armónica de lo personal en lo histórico, tal como se aprecia en Alegría, uno de sus libros más conocidos.
En 'Cuaderno de Nueva York' se percibe el universo mayor de un poeta también mayor que ahora, para desolación de sus lectores, se nos ha ido
En 1952 había dado Hierro a las prensas su contribución más netamente "generacional", Quinta del 42. El libro venía a coincidir con la aparición de la Antología consultada (1952), de Francisco Ribes. De las poéticas que incluyeron los seleccionados en la Consultada, casi todas abogaban por un tipo de poesía testimonial y antisimbolista, elaborada por un poeta que, en el decir de Hierro, debería cantar "lo que tiene de común con los demás hombres". Pero el socialrealismo constituía en él sólo un punto que señalaba la inflexión a partir de la que se adentraría en un sendero progresivamente más solitario. El calderoniano título del libro de 1957, Cuanto sé de mí, mostraba a las claras esta inflexión a que aludo. Al avanzar en el tiempo, la trayectoria poética de José Hierro ha ido registrando una progresiva desolación. Al final, todo lo que se alcanza es la triste sabiduría de que la verdad no sirve de nada, a modo de un desengaño barroco sin patetismos ni compulsiones. Ahí sí puede observarse una evolución lineal en la trayectoria de Hierro: la que avanza de la convicción en el sentido de la palabra poética hasta un nihilismo literario y vital que rompe aguas en Libro de las alucinaciones, auténtico finis terrae de la indagación cognoscitiva: "Ya no me importan nada / mis versos ni mi vida. / Lo mismo exactamente que a vosotros".
La publicación de sus últimos libros, muchos años después de que ya diéramos por amortizado al poeta -en silencio durante muchos años-, no modifica sustancialmente la estructura antropológica de su mundo. Pero nadie considere que Cuaderno de Nueva York (1998) es un libro automimético o imitativo con respecto a los anteriores. Al contrario: en él se inscribe una poética en sazón, donde efectivamente está su obra anterior, pero donde se escucha una plenitud antes inaudible. Pues del mismo modo que hay primeros libros que, dada su madurez, no son primerizos, hay también últimos libros que no son epigonales. En ellos, en Cuaderno de Nueva York en concreto, se percibe palmariamente el universo mayor de un poeta también mayor que ahora, para desolación de sus lectores, se nos ha ido.
Babelia
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