Sabino de Arana en el callejero
La cruzada deslegitimadora y criminalizadora contra el nacionalismo democrático vasco que el Partido Popular emprendió como uno de los objetivos estratégicos de esta legislatura, y que sus corifeos mediáticos e intelectuales han jaleado con sincero fervor, está alcanzando ya niveles verdaderamente caricaturescos; incluso ahora, cuando pareciera que las preocupaciones del oficialismo deberían ser otras. La semana pasada, en el Parlamento asturiano, el líder regional del PP acusó al presidente socialista del Principado, Álvarez Areces, de "aliarse con el separatista Ibarretxe" para hacer frente común contra la marea negra del Prestige; sin duda, entre el "separatismo" y el fuel, hubiese sido más patriótico aliarse con el fuel... En Barcelona, una plataforma de entidades de connotado perfil ideológico (el Foro de Ermua, el Foro Babel, el Movimiento contra la Intolerancia, la Asociación de Víctimas del Terrorismo, entre otras) ha emprendido una campaña para expulsar del callejero de la ciudad el nombre de Sabino de Arana, que lleva desde 1979 una discreta calle de Les Corts, junto a la Diagonal. "Un personaje como Arana, que dejó testimonio escrito y abundante de sus posturas racistas, xenófobas, sexistas, fascistas, contrarias a los derechos humanos, etcétera, no merece ningún homenaje institucional ni ciudadano", ha declarado un portavoz de nuestros cruzados.
Veamos. En primer lugar, los aguerridos impulsores de la plataforma Fuera Sabino Arana (sic) se equivocan si creen que el acuerdo de dedicar una vía pública barcelonesa al fundador del nacionalismo vasco es cosa reciente. Fue en 1934, en una ceremonia presidida por el entonces alcalde Carles Pi i Sunyer y por el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, cuando el consistorio democrático de la ciudad consagró a Sabino Arana una nueva calle, situada entre Gràcia y el Guinardó. Naturalmente, los vencedores de 1939 se apresuraron a sustituir ese nombre para ellos nefando por el de General Sanjurjo; hoy la calle se llama Pi i Margall. En todo caso, conviene subrayar que el acuerdo municipal de 1979 suponía la mera reparación -eso sí, en otro emplazamiento- de una de las muchas agresiones perpetradas por el franquismo contra el nomenclátor urbano de Barcelona. ¿Pretenden los protestatarios de hoy avalar la labor depuradora de quienes ganaron la Guerra Civil?
Ocupémonos, ahora, de la figura histórica de Sabino Arana. Por razones de oficio, conozco lo suficiente la breve trayectoria biográfica y los escritos del fundador del PNV como para haber resaltado más de una vez el carácter agresivamente etnicista e independentista de su nacionalismo, tan distinto del catalanismo coetáneo y tan incoherente con el quiebro españolista que precedió a su prematura muerte, en noviembre de 1903. De cualquier modo, ni los complejos de superioridad racial, ni el desprecio hacia otros pueblos, ni la creencia en la inferioridad biológica de la mujer tenían en el último cuarto del siglo XIX el significado que tienen hoy; de hecho, Europa entera estaba impregnada de tales prejuicios, desde las tabernas a los cenáculos intelectuales, por lo que juzgarlos con los parámetros de la corrección política actual resulta ahistórico y grotesco. Además, y con los claroscuros propios de cualquier movimiento político centenario, el Partido Nacionalista Vasco ha sido siempre una opción democrática y pacífica, sin otra fuerza que los votos; por tanto, equiparar a Arana con el falangista Roberto Bassas -anterior titular de la calle en cuestión- constituye una auténtica sandez.
Pero, aun admitiendo lo que de discutible y polémico tenga la personalidad de Sabino Arana, ¿es que el callejero de Barcelona no contiene muchísimos otros nombres cuestionables o capaces de suscitar rechazos? Esta ciudad, por ejemplo, debe ser la única del mundo que tiene sendas calles dedicadas a dos tipos que la bombardearon: uno que mandó hacerlo -el duque de la Victoria, espadón decimonónico más conocido por Baldomero Espartero- y otro que lo hizo personalmente -el "aviador Franco", Ramón, el hermano del Caudillo-. Tiene también un paseo consagrado a la impresentable reina Isabel II y una plaza a Antonio Maura, el represor de la Semana Trágica, y otra calle dedicada al conde de Salvatierra, gobernador civil en los siniestros años del pistolerismo antisindical.
La capital catalana, a fines de 2002, sigue homenajeando además al negrero Antonio López, y a redomados panegiristas del franquismo como Ignacio Agustí o Felipe Bertran Güell, eso por no citar a una caterva de burgueses chupasangre, de aristócratas ociosos y de militares de ignoto heroísmo. ¿Y bien? ¿Acaso tendremos que rebautizar la plaza de Karl Marx a causa de los ingentes crímenes que se cometieron en nombre de sus ideas? ¿No habrá quien, recordando la actuación de la FAI, considere ofensivo el nombre de Buenaventura Durruti en un espacio público? ¿Deberíamos despojar a Richard Wagner de su plaza, puesto que era un notorio antisemita?
No, el nomenclátor de las calles de Barcelona -ni ningún otro, supongo- no es una jaula para mirlos blancos, ni un elenco de personajes perfectos, situados por encima del bien y del mal, mayormente porque tales personajes no existen. Sería conveniente, pues, dejar en paz tanto el callejero como a Sabino Arana, que lleva casi 100 años muerto. Y, si los interesados me admitiesen un consejo, yo recomendaría no mezclar la noble y unitaria causa de las víctimas del terrorismo -que merece todo mi respeto- con sectarias campañas antinacionalistas que no me merecen ninguno.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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