Tribuna sin prensa
Ayer se anunciaba gran sesión plenaria del Congreso de los Diputados. El orden del día constaba de un único punto. La comparecencia del Gobierno a petición propia para informar sobre el Consejo Europeo celebrado en Copenhague los días 12 y 13 de diciembre. Por la carrera de San Jerónimo y la calle de Zorrilla todo eran coches oficiales, conductores y escoltas en conversación distendida después de haber descargado a sus respectivos ministros. Ante la puerta y en los pasillos se amontonaban fotógrafos, cámaras de televisión y periodistas del magnetófono y el bolígrafo. Como en las estaciones de la Renfe, sonaba minutos antes de las once la sintonía de la inminencia y los diputados se apresuraban para ocupar sus escaños. En la tribuna de prensa apenas unos cuantos aficionados que enseguida empezaban a retirarse porque los profesionales de la información hace algún tiempo que vienen desertando de estar presentes en los acontecimientos. Prefieren seguirlos por televisión en la sala habilitada para ellos o mediante los monitores de que están provistas sus cabinas.
Se quedan así con la versión de la señal institucional, un intento neutro y cómodo con muy buena acústica pero limitado e insatisfactorio para los verdaderos aficionados, esos que acuden al estadio desafiando incluso las inclemencias meteorológicas. Renuncian a elaborar su propia e intransferible versión dirigiendo su mirada y su atención libremente a cualquier parte del hemiciclo en cualquier momento sin que nadie les monitorice. Pareciera que el ejercicio de la libre iniciativa para fijar la atención en un punto del hemiciclo generara un cansancio insostenible frente al confort que suministra la pantalla. Es lo mismo que sucede con las manifestaciones en la calle, las juntas de las grandes sociedades o los congresos de los partidos políticos. Se multiplican las facilidades de los organizadores para que los periodistas se queden con la versión televisiva construida a conveniencia mientras suelen quedar vacíos los escasos asientos reservados a la prensa en el salón de plenos. Habla Botín en el SCH, Zapatero en Vista Alegre o Aznar en la Junta Nacional de su partido y las miradas de los públicos congregados se concentran de modo preferente en la imagen de las pantallas gigantes allí dispuestas en lugar de enfocarse hacia el protagonista que se yergue en la tribuna de oradores.
La realidad física cede ante la realidad virtual, que adquiere una fuerza muy superior y la desplaza. Porque los espectadores allí presentes están tan adiestrados en el seguimiento del lenguaje de las cámaras y son tan susceptibles a los efectos de posproducción, que para ellos la realidad observable a simple vista deviene muy pobre frente a la animación de las pantallas. Por eso desearían también cuando acuden al estadio que les ofrecieran la repetición de los goles desde distintos ángulos según los usos televisivos acostumbrados. Pero en ocasiones más duras, pongamos por caso el asunto del Prestige y de las mareas negras de chapapote, todos estos juegos y alharacas virtuales se esfuman y cobra de nuevo vigencia la ley de la gravitación, la mecánica de Newton. Entonces los periodistas vuelven por sus mejores fueros y pisan las playas sin miedo a embadurnarse y de nada valen los escamoteos de RTVE porque el público no traga. La tergiversación mediática se prueba inútil y, rota la credibilidad, cada uno se atiene a los datos de su propia experiencia.
Ayer, el Pleno del Congreso permitía observar la exactitud de aquella previsión de Rafael Sánchez Ferlosio según la cual vendrán más años malos y nos harán más ciegos. El presidente Aznar parecía presa del pesar que habría causado en él la ingratitud pública y en lugar de acoger los ofrecimientos leales aunque críticos de los restantes líderes, sólo lanzaba provocaciones, incapaz de habilitar un espacio diferenciado entre la adhesión incondicional al Gobierno o la anti-España de los triunfalistas de la catástrofe. Atentos.
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