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Columna
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Huesos de sepia

Cuando niños, llegado el momento de abandonar la playa y de sacudirnos la arena pegada al cuerpo, siempre descubríamos el traidor galipot, con sus grumos resistentes al golpe de la toalla. Allí estaba, en la planta de los pies, sobre la piel rugosa, con su apariencia de chicle negro del que uno pudiera desprenderse sin mayores consecuencias. Nada más engañoso, sin embargo, pues se corría el riesgo de pringarse entero en el intento de arrancar el más mínimo pistón de plastilina breosa, que, por minúsculo que fuera, mostraba siempre una inagotable capacidad de expandirse y de acabar tiznándonos el cuerpo entero. En esas circunstancias, el mejor remedio y el mejor tesoro era un hueso de sepia. Brillantes al sol en su blancura inmaculada, los recogíamos en previsión de lo que sabíamos que iba a ocurrir más tarde, y frotando su blanda aspereza en la zona manchada, conseguíamos frenar aquella marea negra y evitar que entrara en nuestras casas.

Lo curioso es que aquellos huesos de sepia para nosotros no eran tales, sino barbas de ballena, eso es lo que creíamos. O lo que nos gustaba creer, ya que si las barbas llegaban a la playa, no era improbable que nuestro mar familiar estuviese repleto de ballenas, que podrían emerger sobre las olas en cualquier momento. No saltaron nunca, pero sus barbas que no eran tales alimentaron nuestra ilusión. Sus barbas y el galipot, cuya inextinguible presencia sólo podía deberse a algún gran barco hundido, tan fantasmal como las ballenas mismas. En nuestra infancia, la única catástrofe era el demonio, quien también se ocultaba agazapado en algún sitio y podía saltar en cualquier momento.

Supongo que nuestro presidente Aznar y sus ministros también fueron a la playa de niños y tuvieron que pelear con el pringoso galipot y su amenaza desbordante. Acaso recurrieron igualmente a los huesos de sepia y su rasposa blancura para conjurar el peligro, y soñaron con ballenas que cantaban dormidas en lo profundo y con barcos hundidos que transpiraban aquellos confites de alquitrán y arena. No sólo lo supongo, sino que estoy convencido de ello, y de que no fue en otra cosa en lo que soñaron cuando alguien les advirtió de que las playas gallegas se llenaban de mierda. "No nos hallamos ante una marea negra", dijeron al unísono, y no se atrevieron a confesar su sueño cernudiano de la infancia recuperada: son perlitas de galipot, y huesos de sepia, y ballenas que cantan, y el barco sumergido del holandés errante, que llora en su exilio ese zumo de noche. Luego alguien les explicó que pescadores y marisqueros se arruinaban, pero ellos no se amilanaron, se palparon las arcas del Estado y vocearon: somos generosos y eso lo arreglaremos. Lo que no vocearon fue el placer de aquel sueño rumboso de señoritos, que bien podría valer, si no una misa, sí un rasgo de generosidad que los convertía en mecenas de la desgracia. Y como toda catástrofe tenía rabo en las playas remotas y felices de la memoria, desempolvaron al demonio y lo soltaron a hacer cabriolas.

Todo el esperpento del Prestige se parece más a una ensoñación provocada que a una operación responsable y solvente. El petrolero herido deambulando en los mares, como un Moby Dick que desprendiera su maldad de entre su blanca carne, maldad infinita más allá de su muerte; la pérfida Albión, versión gibraltareña, siempre dispuesta a enviarnos sus monstruos; oh Portugal por qué te quiero tanto, que ya que tú no me quieres te condeno a cloaca; la conjura judeomasónica de la hidra roja, séase el demonio, séase Zapatero, séase pobrecico mío. Et la patrie, toujours la patrie, como guinda de un Gobierno que todas sus obligaciones las presenta como extras. Una evocadora ensoñación propia de señoritos criados en la posguerra. Porque, aunque aquellos huesos de sepia no fueran barbas de ballena, las ballenas existen, vaya que sí existen. Y emergen. Y nadie mejor que el mar para devolvernos sus restos y nuestra miseria. Esa es la ley que Eugenio Montale le atribuye en su libro Huesos de sepia: "Svuotarmi così d´ogni lordura" (vaciarme así de toda suciedad). La del Gobierno ha quedado, pringosa, en las playas gallegas

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