Ratones y jerarcas
Temprano, leyó la prensa y escuchó la radio: no, no había ningún cese, ninguna dimisión. Sonrió. De nuevo, les había ganado la cerveza a los compañeros de oficina. Y eso que los compañeros de oficina habían rebajado sus pretensiones: ahora, ya no apostaban por las cabezas de un par de ministros, sino tan sólo por las de algunos subsecretarios. Pero él conocía bien el percal, y confiaba en que hasta los subsecretarios sólo abandonarían sus covachuelas convertidos en sustancia bituminosa, cuando al Gobierno lo pusiera en la calle una vecindad que recuperaba el protagonismo, usurpado por los llamados políticos de oficio y beneficio. Esa gente no dimite, son como lapas pegadas al poder, afirmó. Les falta, no la vergüenza torera que anuncia Aznar, sino responsabilidad, decencia y crianza democráticas. Piensan a su medida y su medida es la del mercado: a tantos euros la libra de silencio y la de conformismo. Y hacen de los mariscadores, de los pescadores, de los marineros, del pueblo gallego, un objeto más de chalaneo. Que les llamen farsantes, mentirosos y hasta traidores, es algo pasajero. Sus tragaderas están homologadas, y España es otra vez la escopeta nacional. Además tienen su coartada: la marea negra que ha invadido el litoral gallego, es una catástrofe natural. Mientras, el petrolero hundido continúa enviando mensajes inquietantes.
Antes que la biología, John Steinbeck vinculó narrativamente ratones y hombres. Y la genética casi nos confunde. El ser humano se diferencia del ratón en un uno por ciento. Y queda la duda de si ese porcentaje se evapora, cuando en lugar de un ser humano cualquiera, se trata de un jerarca al uso. Si, en efecto, se evapora, la herencia biológica de roedores y gobernantes es la misma. La ciencia explicaría así determinados comportamientos. Es decir, explicaría lo que, desde la indignación, han dicho algunos damnificados: Si aparece Aznar por aquí, se traga el chapapote. Y Aznar ya no sería esa criatura de apariencia distante y ajena; sería tan sólo una criatura huidiza. O, por pelos, un hombre pasmado.
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