Los estragos de la desindustrialización valenciana
La economía de la Comunidad Valenciana sigue perdiendo capacidad para competir. Según el último dato disponible sobre comercio exterior del IVE, la ratio de sus exportaciones sobre el total de las españolas se sitúa en el 10,5%, el mínimo mensual de los últimos treinta años, cuando hasta hace siete era un 50% superior. Por otro lado, la valoración no se altera si se contempla su variación durante los ocho primeros meses del año. Frente al aumento medio entre 1991 y 2001 del 11,3%, el de 2002 es sólo del 0,7%.
Entre las causas de esta declive se encuentra, sin duda, el diferencial de inflación respecto a las economías más avanzadas. Todas las variantes del Índice de Competividad elaborado por el Banco de España reflejan el deterioro de la posición española, y por tanto valenciana, desde 1989. Sin embargo, junto a este hecho hay una realidad más preocupante todavía. La crisis del denominado modelo de crecimiento industrial valenciano ha conllevado el surgimiento de una estructura económica con dificultades nada despreciables para asegurar un crecimiento elevado y continuado del producto por habitante en el largo plazo. Lo cual, hoy, significa capacidad para competir dentro de la UE y en el conjunto del mercado exterior. Y del mantenimiento del crecimiento a lo largo del tiempo depende el bienestar de todos cuantos vivimos y trabajamos en esta sociedad.
El comercio exterior valenciano supone el 10,5% del español, el mínimo en 30 años. Hace siete años era un 50% superior.
El valor añadido bruto por trabajador es un 8,8% inferior a la media española, un 13% a la vasca y un 20% a la catalana
- La desindustrialización valenciana. Esas dificultades son el resultado de las consecuencias de la desindustrialización valenciana y la ausencia de alternativas para hacer frente a sus estragos. Como es sabido, al igual que en muchas otras sociedades, desarrolladas y menos desarrolladas, el sector industrial ha perdido entre nosotros importancia en favor de los servicios durante los últimos decenios. Las formas de aproximarse a la cuantificación de este hecho son diversas y no todas sencillas. Pero si se concentra la atención en el empleo, que es la principal fuente de ingresos de la inmensa mayoría de los ciudadanos, el fenómeno es indiscutible. De representar, según la EPA, un 34,7% de la ocupación total en 1977, en 2001 el porcentaje ha descendido hasta el 23,3%, con una reducción absoluta de 62.000 ocupados. Por contra, en el mismo período, los servicios han pasado del 39,6% del total a un 59,1%, ganando cerca de 350.000 ocupados netos.
En otras sociedades, este proceso ha sido un motivo recurrente de preocupación desde, al menos, los años setenta cuando Kaldor mostró el papel motor de la industria en el avance de la productividad, y por tanto del crecimiento, del conjunto de la economía. A comienzos de los noventa, el que fuera estrecho colaborador de Clinton, Robert Reich puso de relieve la amenaza que implicaba el avance de la globalización para el mantenimiento en los países desarrollados de los puestos de trabajo en el sector industrial vinculados a procesos repetitivos, de baja productividad y escaso valor añadido.
Las confortables deducciones obtenidas para las economías más avanzadas en investigaciones posteriores, como la de Rowthorn y Ramaswamy brutalmente aligerada al transformarse en un documento del FMI, y la etapa de expansión internacional que entonces se inició, especialmente intensa en Estados Unidos, diluyeron parcialmente la preocupación y orientaron el debate hacia otros temas. A pesar de ello, para una estructura productiva con unos rasgos definitorios como los de la valenciana las constataciones de esos estudios son bastante menos tranquilizadoras. Y ello por cuanto la variable clave a considerar a la hora de analizar las posibilidades del crecimiento futuro de cualquier economía es la productividad de las actividades que la conforman. Si éstas son mayoritariamente tecnológicamente progresivas, sus aumentos tenderán a asegurar una tasa de expansión del producto elevada en el largo plazo. Por el contrario, si en su composición dominan las tecnológicamente estancadas, de baja productividad, el ritmo de crecimiento futuro se verá comprometido y las posibilidades de converger hacia las más desarrolladas reducidas.
- Una economía de baja productividad. Un contraste detallado para el caso valenciano de estas constataciones, por otro lado obvias para cualquier economista, excedería la extensión de un artículo como éste. Pero la información cuantitativa disponible, ni todo lo abundante y precisa ni todo lo actualizada que sería deseable, refleja una estructura productiva más próxima a la segunda de las situaciones descritas que a la primera. El proceso de desindustrialización, y las prioridades de la política económica puesta en práctica en los últimos años, han consolidado como dominantes un conjunto de actividades que son tecnológicamente estancadas, lo cual está determinando la progresiva pérdida de competitividad de la Comunidad Valenciana.
Las cifras de la Contabilidad Regional del INE, en el último año con información desagregada disponible, muestran que la aproximación más utilizada de la productividad -el valor añadido bruto (VAB) por puesto de trabajo- es un 8,8% inferior a la media española, mucho menor que la de la UE, y está muy lejos de la de comunidades autónomas como, entre otras, País Vasco y Cataluña: respectivamente un 13,3% y 20,5%.
No es el único rasgo a destacar. La productividad valenciana está por debajo de la media tanto en la agricultura, como en la industria y en los servicios (de mercado y en los de no mercado, esto es básicamente la administración). Pero es en la industria en dónde la diferencia es mayor: un 15% respecto a esa media y un 20,7% y 23,8% respecto a Cataluña y el País Vasco. Y todavía peor, su tasa de crecimiento entre 1995 y 1999 ha estado un 15 % por debajo del nada brillante promedio español. Por tanto, no sólo la productividad valenciana es inferior, sino que su ritmo de aumento está siendo también menor. Aunque, ciertamente, algunos encontrarán consuelo en que, en la industria, el aumento ha sido superior a ese mediocre promedio de España.
Las diferencias apuntadas cobran toda su importancia al constatar que, como refleja el gráfico, también entre las comunidades autónomas españolas existe una relación directa, y robusta, entre la productividad por ocupado y el nivel de renta por habitante. Variable que, como muestra el gráfico, tampoco coloca a la valenciana entre las comunidades de cabeza. He de advertir que, para tratar de evitar ser descalificado con la acusación de alarmismo, los datos con los que está elaborado el gráfico proceden de un trabajo del IVIE, que, espero, no será considerado sospechoso de suministrar cifras adjetivables de este modo.
Todo ello tiene relevancia para nuestro futuro. Entre otras cuestiones, implica que, si nada cambia, el espectacular impulso recibido durante los últimos meses por la ampliación de la UE hacia el Este y la liberalización comercial con Marruecos y Turquía, tendrá repercusiones negativas. Si no se modifica la escasa atención actual a la mejora tecnológica, comercial y financiera del entramado de pequeñas empresas que conforman el grueso de nuestra base industrial, el ritmo de desplazamiento de la demanda de bienes de bajo valor añadido hacia otras economías va a continuar. Y probablemente a ritmo cada vez más rápido.
Por otro lado, la peor situación relativa del sector servicios tampoco incita al optimismo. El peso dentro del mismo de la actividad de comercio y reparación, que representa casi un tercio del empleo total en el terciario, es un 7,1% superior al promedio español. Por contra el VAB por puesto de trabajo en el mismo es inferior en un 14,1%, un 15,3% y un 24,0% respectivamente a las tres referencias mencionadas. Lo cual no induce a confiar en su capacidad para fomentar una tasa de crecimiento elevada en el largo plazo. La facilidad para sustituir mano de obra emigrante por autóctona en las actividades mayoritarias, que requieren mano de obra poco cualificada, se constituye de esta forma en una amenaza para el empleo de muchos valencianos. Y, sobre todo, para mantener su nivel salarial por cuanto, con muy pocas excepciones, actividades de menor productividad implican salarios más bajos. Y ante un aumento de la oferta de trabajo, por el alza de la emigración, los salarios en los empleos no cualificados tienden a bajar.
Por todo ello tampoco parece una casualidad que los costes laborales, (equiparables a los salarios brutos) en la Comunidad Valenciana estén entre los más bajos de España. Según la encuesta del INE del 2º trimestre de este año, el coste laboral total es inferior a la media española en un 10%, con un máximo (negativo) del 15% en la industria, sólo por delante de cinco de las 17 comunidades autónomas, y un mínimo, (también negativo) del 5.5% en la construcción. Una actividad, ésta, exponente cualificada de las tecnológicamente estancadas e intensivas en el uso de mano de obra no cualificada que ha experimentado una notable expansión en los últimos años. En resumen, la economía valenciana sigue compitiendo en actividades de baja productividad, de escaso contenido tecnológico, y en base a bajos costes salariales.
- Un debate necesario. La insistencia durante los últimos años en la tasa de crecimiento alcanzada, soslayando siempre el resultado de su división por el número de habitantes, ha conducido a ignorar, entre muchas otros, estos rasgos. Lo cual, tampoco sorprende. Una parte destacada de los actuales gestores de la Generalitat ha venido descalificando toda reflexión que pusiera en duda su axioma de que los valencianos vivimos en el mejor de los mundos. Hay quienes incluso defienden que todo lo expuesto no interesa a los valencianos. Ni siquiera a los más directamente implicados. Parece difícil aceptarlo cuando no han realizado ni un sólo esfuerzo por fomentar espacios de encuentro en los que poder argumentar valoraciones contrapuestas. Más bien al contrario. Han desarrollado la tendencia a encubrir lo que parece el normal agotamiento de las ideas propias tras siete años de gobierno y el reto de sustituirlas por nuevas, con la descalificación de los argumentos de los demás. Sin embargo, la información estadística permite más de una interpretación acerca de dónde estamos y hacia dónde vamos y no todas son tan radiantes como pretenden quienes hoy gobiernan.
En su último debate sobre política general como jefe de la oposición, el que hasta hace pocos meses ha sido presidente de la Generalitat afirmó que "gobernar es encontrar soluciones y no disculpas". Quizá no sea descabellado defender que ha llegado el momento de buscar soluciones, reales no meramente retóricas, a un panorama dominado por sombras tan acentuadas como sus luces. De otra forma, más pronto que tarde se hará realidad la constatación de Max Weber para quien: "Una nación perdona el daño que se le hace a sus intereses, pero no, y menos que ninguno, el que se le infiere con ese clerical vicio de querer tener siempre la razón".
Jordi Palafox es catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Valencia.
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